martes, 27 de marzo de 2012

Homilía de la Santa Misa en Cuba

SANTA MISA CON OCASIÓN DEL 400° ANIVERSARIO
DEL HALLAZGO DE LA VIRGEN DE LA CARIDAD DEL COBRE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba
Solemnidad de la Anunciación del Señor
Lunes 26 de marzo de 2012

[Vídeo]


Queridos hermanos y hermanas:
Doy gracias a Dios que me ha permitido venir hasta ustedes y realizar este tan deseado viaje. Saludo a Monseñor Dionisio García Ibáñez, Arzobispo de Santiago de Cuba, agradeciéndole sus amables palabras de acogida en nombre de todos; saludo asimismo a los obispos cubanos y a los venidos de otros lugares, así como a los sacerdotes, religiosos, seminaristas y fieles laicos presentes en esta celebración. No puedo olvidar a los que por enfermedad, avanzada edad u otros motivos, no han podido estar aquí con nosotros. Saludo también a las autoridades que han querido gentilmente acompañarnos.
Esta santa Misa, que tengo la alegría de presidir por primera vez en mi visita pastoral a este país, se inserta en el contexto del Año Jubilar mariano, convocado para honrar y venerar a la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, en el cuatrocientos aniversario del hallazgo y presencia de su venerada imagen en estas tierras benditas. No ignoro el sacrificio y dedicación con que se ha preparado este jubileo, especialmente en lo espiritual. Me ha llenado de emoción conocer el fervor con el que María ha sido saludada e invocada por tantos cubanos, en su peregrinación por todos los rincones y lugares de la Isla.
Estos acontecimientos importantes de la Iglesia en Cuba se ven iluminados con inusitado resplandor por la fiesta que hoy celebra la Iglesia universal: la anunciación del Señor a la Virgen María. En efecto, la encarnación del Hijo de Dios es el misterio central de la fe cristiana, y en él, María ocupa un puesto de primer orden. Pero, ¿cuál es el significado de este misterio? Y, ¿cuál es la importancia que tiene para nuestra vida concreta?
Veamos ante todo qué significa la encarnación. En el evangelio de san Lucas hemos escuchado las palabras del ángel a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios» (Lc 1,35). En María, el Hijo de Dios se hace hombre, cumpliéndose así la profecía de Isaías: «Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”» (Is 7,14). Sí, Jesús, el Verbo hecho carne, es el Dios-con-nosotros, que ha venido a habitar entre nosotros y a compartir nuestra misma condición humana. El apóstol san Juan lo expresa de la siguiente manera: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La expresión «se hizo carne» apunta a la realidad humana más concreta y tangible. En Cristo, Dios ha venido realmente al mundo, ha entrado en nuestra historia, ha puesto su morada entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración del ser humano de que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. En cambio, cuando Dios es arrojado fuera, el mundo se convierte en un lugar inhóspito para el hombre, frustrando al mismo tiempo la verdadera vocación de la creación de ser espacio para la alianza, para el «sí» del amor entre Dios y la humanidad que le responde. Y así hizo María como primicia de los creyentes con su «sí» al Señor sin reservas.
Por eso, al contemplar el misterio de la encarnación no podemos dejar de dirigir a ella nuestros ojos, para llenarnos de asombro, de gratitud y amor al ver cómo nuestro Dios, al entrar en el mundo, ha querido contar con el consentimiento libre de una criatura suya. Sólo cuando la Virgen respondió al ángel, «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), a partir de ese momento el Verbo eterno del Padre comenzó su existencia humana en el tiempo. Resulta conmovedor ver cómo Dios no sólo respeta la libertad humana, sino que parece necesitarla. Y vemos también cómo el comienzo de la existencia terrena del Hijo de Dios está marcado por un doble «sí» a la voluntad salvífica del Padre, el de Cristo y el de María. Esta obediencia a Dios es la que abre las puertas del mundo a la verdad, a la salvación. En efecto, Dios nos ha creado como fruto de su amor infinito, por eso vivir conforme a su voluntad es el camino para encontrar nuestra genuina identidad, la verdad de nuestro ser, mientras que apartarse de Dios nos aleja de nosotros mismos y nos precipita en el vacío. La obediencia en la fe es la verdadera libertad, la auténtica redención, que nos permite unirnos al amor de Jesús en su esfuerzo por conformarse a la voluntad del Padre. La redención es siempre este proceso de llevar la voluntad humana a la plena comunión con la voluntad divina (cf. Lectio divina con el clero de Roma, 18 febrero 2010).
Queridos hermanos, hoy alabamos a la Virgen Santísima por su fe y con santa Isabel le decimos también nosotros: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1,45). Como dice san Agustín, María concibió antes a Cristo por la fe en su corazón que físicamente en su vientre; María creyó y se cumplió en ella lo que creía (cf. Sermón 215, 4: PL 38,1074). Pidamos nosotros al Señor que nos aumente la fe, que la haga activa y fecunda en el amor. Pidámosle que sepamos como ella acoger en nuestro corazón la palabra de Dios y llevarla a la práctica con docilidad y constancia.
La Virgen María, por su papel insustituible en el misterio de Cristo, representa la imagen y el modelo de la Iglesia. También la Iglesia, al igual que hizo la Madre de Cristo, está llamada a acoger en sí el misterio de Dios que viene a habitar en ella. Queridos hermanos, sé con cuánto esfuerzo, audacia y abnegación trabajan cada día para que, en las circunstancias concretas de su País, y en este tiempo de la historia, la Iglesia refleje cada vez más su verdadero rostro como lugar en el que Dios se acerca y encuentra con los hombres. La Iglesia, cuerpo vivo de Cristo, tiene la misión de prolongar en la tierra la presencia salvífica de Dios, de abrir el mundo a algo más grande que sí mismo, al amor y la luz de Dios. Vale la pena, queridos hermanos, dedicar toda la vida a Cristo, crecer cada día en su amistad y sentirse llamado a anunciar la belleza y bondad de su vida a todos los hombres, nuestros hermanos. Les aliento en su tarea de sembrar el mundo con la Palabra de Dios y de ofrecer a todos el alimento verdadero del cuerpo de Cristo. Cercana ya la Pascua, decidámonos sin miedos ni complejos a seguir a Jesús en su camino hacia la cruz. Aceptemos con paciencia y fe cualquier contrariedad o aflicción, con la convicción de que, en su resurrección, él ha derrotado el poder del mal que todo lo oscurece, y ha hecho amanecer un mundo nuevo, el mundo de Dios, de la luz, de la verdad y la alegría. El Señor no dejará de bendecir con frutos abundantes la generosidad de su entrega.
El misterio de la encarnación, en el que Dios se hace cercano a nosotros, nos muestra también la dignidad incomparable de toda vida humana. Por eso, en su proyecto de amor, desde la creación, Dios ha encomendado a la familia fundada en el matrimonio la altísima misión de ser célula fundamental de la sociedad y verdadera Iglesia doméstica. Con esta certeza, ustedes, queridos esposos, han de ser, de modo especial para sus hijos, signo real y visible del amor de Cristo por la Iglesia. Cuba tiene necesidad del testimonio de su fidelidad, de su unidad, de su capacidad de acoger la vida humana, especialmente la más indefensa y necesitada.
Queridos hermanos, ante la mirada de la Virgen de la Caridad del Cobre, deseo hacer un llamado para que den nuevo vigor a su fe, para que vivan de Cristo y para Cristo, y con las armas de la paz, el perdón y la comprensión, luchen para construir una sociedad abierta y renovada, una sociedad mejor, más digna del hombre, que refleje más la bondad de Dios.
Amén.

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