La virtud de la justicia:
Después de
estudiar la prudencia y la fortaleza, la tercera virtud que nos ocupa es la
justicia. Dicen los juristas que la justicia es dar a cada lo suyo. Esto no
significa dar a todos lo mismo, como postulan los comunistas, sino dar a cada
uno lo que le corresponde.
Imaginaos que
decidimos ir a la JMJ y para conseguir costearlo nos ponemos de acuerdo en
vender jabones. Al cabo de unos meses, uno ha vendido 2000 jabones porque ha
llamado a todos los padres de la catequesis, se los ha vendido a sus familiares
y amigos y al final ha ido casa por casa vendiendo. Mientras tanto, otro del
grupo ha vendido 5 jabones, uno para cada miembro de su familia directa (padres
y hermanos). ¿Sería justo repartir el producto de las ventas a partes iguales?
De ninguna manera.
Imaginaos un
segundo caso. Uno de nosotros tiene un padre que es directivo de la empresa y
decide su padre regalar a cada cliente un jabón y nos compra 5000 jabones.
Mientras que otro sólo ha conseguido vender 200, pero luchando contra viento y
marea y participando en todas las mesas que hemos puesto en la parroquia para
venderlos. En este caso, sí sería justo repartirlo a partes iguales, ¿no os
parece?
En otro orden
de cosas, nadie es igual que los demás, cada uno necesitamos cosas y atenciones
diferentes. Una madre, aunque quiera a sus hijos por igual, no puede dedicar el
mismo tiempo y energías a todos por igual. Siempre hay algún hijo que necesita
más que los demás.
Si os dais
cuenta, para vivir la virtud de la justicia necesitamos antes de la virtud de
la prudencia para saber discernir cuáles son las necesidades reales de cada
persona. Y también necesitamos la virtud de la fortaleza para poder
enfrentarnos a todas las situaciones de injusticia que nos van a tentar.
Vamos a dar
un paso más. La sociedad hoy anhela la justicia, pero se queda allí. Los
cristianos damos un paso más. Nuestra pretensión, lo que Dios quiere de
nosotros no es que seamos justos, sino que vivamos la caridad. ¿Qué supone o
qué añade este paso más? Una vez que hemos conquistado la justicia, Dios nos
pide un punto más. No se trata sólo de dar a cada uno lo suyo, sino que una vez
que yo ya tengo lo que en justicia me corresponde, el Señor me lo pide todo.
¿Hasta dónde estoy dispuesto a sufrir por amor? ¿Cuánto de lo mío estoy
dispuesto a dar a los demás? Ya sé que no les corresponde, me corresponde sólo
a mí, pero por amor estoy dispuesto a compartir de lo mío.
Pensad en que
hay persona que se han enriquecido a costa de la injusticia social. Cuando dan
limosnas, ¿eso es caridad? ¿Puede haber una caridad injusta? ¿No sería mejor
que dejaran de robar a sus empleados o de timar a sus clientes, en vez de hacer
“caridades” con un dinero que no es suyo?
Si estudiamos
con detenimiento estas cuestiones nos daremos cuenta de que no se puede vivir
la caridad desde la injusticia. Primero es ser justos y luego viviremos la
caridad. De otro modo podemos decirlo: cuando das limosnas de lo que te sobra
eso es hacer justicia, no caridad. Decía San Juan Crisóstomo que lo que nos sobra
les corresponde a los pobres. No somos caritativos por dárselo, sino que
estamos devolviendo un bien que no nos pertenece. Dicho de otro modo, dar
limosna de lo que te sobra no es mérito para tu salvación. Si no das lo que te
sobra, directamente te condenas. Una vez que ya tienes lo necesario para vivir,
entonces puedes plantearte la posibilidad de dar más por amor.
Algunos
objetarán diciendo que es el fruto de mi trabajo. Que tengo derecho a
beneficiarme de trabajar más que otros. Pues bien, muchas veces, un exceso de
trabajo es también una injusticia porque el tiempo que empleas en trabajar más
de lo necesario se lo estás robando a la familia. El tiempo es oro. La justicia
no se puede valorar sólo en bienes materiales. Los hijos tienen derecho a la atención
de sus padres y los padres tienen derecho a pasar tiempo juntos y con sus
hijos.
Si la
catequesis es para chavales planteadles la posibilidad de estar pecando contra
la justicia cuando todo el tiempo libre del que disponen lo emplean en sí
mismos. Sus hermanos y sus padres tienen derecho a verles y estar tiempo con
ellos.
Hay veces que
estamos de mal humor sin saber muy bien por qué, pero desde luego los padres y
los hermanos no tienen la culpa de nuestros estados ciclotímicos (hoy arriba,
soy el rey del mambo; mañana abajo soy el ser más deprimido que existe). Sería
una profunda injusticia hacérselo pagar a ellos.
Otras
veces, exigimos a los demás más de lo
que son capaces de dar. Nos enfada estar rodeados de seres imperfectos y de que
el mundo sea imperfecto y si no son capaces de ser “como nosotros”
super-estupendos se lo hacemos pagar con el látigo de nuestra indiferencia.
Hay otro
punto sobre la justicia que es necesario recordar. Una de las mayores
injusticias es no desarrollar todas las capacidades que uno tiene. Uno de los
temas más importantes de la justicia es el bien común. Desde que vivimos en
sociedad no podemos atender únicamente a nuestras necesidades, sino que los
demás dependen de nosotros. Si yo puedo llegar a desarrollar mis capacidades
hasta el punto de poder servir a los demás, no sería justo que me conformara
con ser una buena persona. Los demás tienen derecho a que yo llegue a ser mi
mejor versión. Esto adquiere una importancia mayor cuando alguien ha invertido
algo en otra persona. Imaginaos que alguien se fía de mí y me da 1.000.000 de
euros para que lo invierta. Si soy negligente y no hago lo que se me pide,
sería un tío la mar de injusto. Pues pensad que vuestras familias y España
entera con los impuestos ha invertido en vosotros muchos miles de euros para
vuestra formación. De modo que si no estudiáis no sólo pecáis de pereza, sino
de injusticia porque estáis tirando mucho dinero a la basura. Dinero que
podrían haber invertido en formar mejor a los que sí estudian.
Otra dimensión
de la justicia es respecto a Dios. Dar a Dios lo que le corresponde es la
llamada virtud de la religión. Si Dios es Dios y yo soy una criatura, toda mi
vida y existencia se la debo a Él. Podría ser su esclavo y sin embargo ni
siquiera ha querido que sea su amigo. Él me ha constituido en su heredero. ¡Soy
Hijo de Dios! TODO LO QUE SOY, TODO LO QUE TENGO, SE LO DEBO A DIOS.
Preguntas:
-
¿Das lo que te sobra a quienes lo necesitan?
-
¿Dedicas tiempo a la familia, al menos en
proporción con el que dedicas a los amigos o a ti mismo?
-
¿Tienes más cosas de las que necesitas?
-
¿Buscas satisfacer tus caprichos?
-
¿Dedicas tiempo a ayudar a alguien a visitar
ancianos o enfermos que tienen derecho a tu tiempo?
-
¿Te dejas llevar por tus estados de ánimo y
cuando estás enfadado se lo demuestras a todo el mundo sin que tengan la culpa
de que seas insoportable?
-
¿Eres justo con tus padres, con tus hermanos…?
-
¿Estudias, rindes con diligencia las capacidades
naturales que Dios te ha dado y lo que tu familia y tu patria han invertido en
ti o dilapidas todo con tu pereza y pusilanimildad?
-
¿Eres justo con Dios, le dedicas el tiempo
necesario: Misa, confesión, oración, formación?
-
¿Das gracias a Dios y te das cuenta de que
dependes de Él?
Cuento del príncipe Lapio:
Había una vez un príncipe que
era muy injusto. Aunque parecía un perfecto príncipe, guapo, valiente e
inteligente, daba la impresión de que al príncipe Lapio nunca le hubieran
explicado en qué consistía la justicia. Si dos personas llegaban discutiendo por
algo para que él lo solucionara, le daba la razón a quien le pareciera más
simpático, o a quien fuera más guapo, o a quien tuviera una espada más chula.
Cansado de todo aquello, su padre el rey decidió llamar a un sabio para que le
enseñara a ser justo.
- Llévatelo, mi sabio amigo -dijo el
rey- y que no vuelva hasta que esté preparado para
ser un rey justo.
El sabio entonces partió con el príncipe en barco, pero sufrieron un naufragio
y acabaron los dos solos en una isla desierta, sin agua ni comida. Los primeros
días, el príncipe Lapio, gran cazador, consiguió pescar algunos peces. Cuando
el anciano sabio le pidió compartirlos, el joven se negó. Pero algunos días
después, la pesca del príncipe empezó a escasear, mientras que el sabio
conseguía cazar aves casi todos los días. Y al igual que había hecho el
príncipe, no los compartió, e incluso empezó a acumularlos, mientras Lapio
estaba cada vez más y más delgado, hasta que finalmente, suplicó y lloró al
sabio para que compartiera con él la comida y le salvara de morir de hambre.
- Sólo los compartiré contigo-dijo el
sabio- si me muestras qué lección has aprendido
Y el príncipe Lapio, que había aprendido lo que el sabio le quería enseñar,
dijo:
- La justicia consiste en compartir lo que
tenemos entre todos por igual.
Entonces el sabio le felicitó y compartió su comida, y esa misma tarde, un
barco les recogió de la isla. En su viaje de vuelta, pararon junto a una
montaña, donde un hombre le reconoció como un príncipe, y le dijo.
- Soy Maxi, jefe de los maxiatos. Por favor,
ayudadnos, pues tenemos un problema con nuestro pueblo vecino, los miniatos .
Ambos compartimos la carne y las verduras, y siempre discutimos cómo
repartirlas.
- Muy fácil,- respondió el príncipe
Lapio- Contad cuantos sois en total y repartid la
comida en porciones iguales. - dijo, haciendo uso de lo aprendido
junto al sabio.
Cuando el príncipe dijo aquello se oyeron miles de gritos de júbilo procedentes
de la montaña, al tiempo que apareció un grupo de hombres enfadadísimos, que
liderados por el que había hecho la pregunta, se abalanzaron sobre el príncipe
y le hicieron prisionero. El príncipe Lapio no entendía nada, hasta que le
encerraron en una celda y le dijeron:
- Habéis intentado matar a nuestro pueblo. Si no
resolvéis el problema mañana al amanecer, quedaréis encerrado para siempre.
Y es que resultaba que los Miniatos eran diminutos y numerosísimos, mientras
que los Maxiatos eran enormes, pero muy pocos. Así que la solución que había
propuesto el príncipe mataría de hambre a los Maxiatos, a quienes tocarían
porciones diminutas.
El príncipe comprendió la situación, y pasó toda la noche pensando. A la mañana
siguiente, cuando le preguntaron, dijo:
- No hagáis partes iguales; repartid la comida
en función de lo que coma cada uno. Que todos den el mismo número de bocados,
así comerán en función de su tamaño.
Tanto los maxiatos como los miniatos quedaron encantados con aquella solución,
y tras hacer una gran fiesta y llenarles de oro y regalos, dejaron marchar al
príncipe Lapio y al sabio. Mientras andaban, el príncipe comentó:
- He aprendido algo nuevo: no es justo dar lo
mismo a todos; lo justo es repartir, pero teniendo en cuenta las diferentes
necesidades de cada uno. .
Y el sabio sonrió satisfecho. Cerca ya de llegar a palacio, pararon en una
pequeña aldea. Un hombre de aspecto muy pobre les recibió y se encargó de
atenderles en todo, mientras otro de aspecto igualmente pobre, llamaba la
atención tirándose por el suelo para pedir limosna, y un tercero, con
apariencia de ser muy rico, enviaba a dos de sus sirvientes para que les
atendieran en lo que necesitaran. Tan a gusto estuvo el príncipe allí, que al
marchar decidió regalarles todo el oro que le habían entregado los agradecidos
maxiatos. Al oirlo, corrieron junto al príncipe el hombre pobre, el mendigo
alborotador y el rico, cada uno reclamando su parte.
- ¿cómo las repartirás? - preguntó
el sabio - los tres son diferentes, y parece que de
ellos quien más oro gasta es el hombre rico...
El príncipe dudó. Era claro lo que decía el sabio: el hombre rico tenía que
mantener a sus sirvientes, era quien más oro gastaba, y quien mejor les había
atendido. Pero el príncipe empezaba a desarrollar el sentido de la justicia, y
había algo que le decía que su anterior conclusión sobre lo que era justo no era
completa.
Finalmente, el príncipe tomó las monedas e hizo tres montones: uno muy grande,
otro mediano, y el último más pequeño, y se los entregó por ese orden al hombre
pobre, al rico, y al mendigo. Y despidiéndose, marchó con el sabio camino de
palacio. Caminaron en silencio, y al acabar el viaje, junto a la puerta
principal, el sabio preguntó:
- Dime, joven príncipe ¿qué es entonces para ti
la justicia?
- Para mí, ser justo es repartir las cosas,
teniendo en cuenta las necesidades, pero también los méritos de cada uno.
- ¿por eso le diste el montón más pequeño al
mendigo alborotador?- preguntó el sabio satisfecho.
- Por eso fue. El montón grande se lo dí al
pobre hombre que tan bien nos sirvió: en él se daban a un mismo tiempo la
necesidad y el mérito, pues siendo pobre se esforzó en tratarnos bien. El
mediano fue para el hombre rico, puesto que aunque nos atendió de maravilla,
realmente no tenía gran necesidad. Y el pequeño fue para el mendigo alborotador
porque no hizo nada digno de ser recompensado, pero por su gran necesidad,
también era justo que tuviera algo para poder vivir.- terminó de
explicar el príncipe.
- Creo que llegarás a ser un gran rey, príncipe
Lapio concluyó el anciano sabio, dándole un abrazo.
Y no se equivocó. Desde aquel momento el príncipe se hizo famoso en todo el
reino por su justicia y sabiduría, y todos celebraron su subida al trono
algunos años después. Y así fue como el rey Lapio llegó a ser recordado como el
mejor gobernante que nunca tuvo aquel reino.