sábado, 2 de marzo de 2013

Último angelus de Benedicto XVI


Dios me llama a "subir al monte" pero no significa abandonar a la Iglesia. Si me pide esto es para poder servirla con la misma entrega y el mismo amor de siempre
A las 12 de hoy, Benedicto XVI se asomó a la venta de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para recitar el Ángelus con los fieles y los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro. Este es el último Ángelus del papa Ratzinger, antes de la audiencia general en esta misma plaza con la que se despedirá de los fieles de la Iglesia católica antes de su retiro a Castel Gandolfo y luego al monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 24 de febrero de 2013.

¡Queridos hermanos y hermanas!
        En el segundo domingo de Cuaresma la Liturgia nos presenta siempre el Evangelio de la Transfiguración del Señor. El evangelista Lucas destaca de modo especial el hecho de que Jesús se transfigurara mientras oraba: la suya es una experiencia profunda de relación con el Padre durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive sobre un alto monte en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5,10; 8,51; 9,28). El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección (9,22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Y también en la Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre celeste: «Este es mi hijo, el predilecto, ¡Escuchadle!» (9,35). La presencia luego de Moisés y de Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a El, el Cristo, que realiza un nuevo «éxodo» (9,31), no hacia la tierra prometida, como en el tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. La intervención de Pedro: «Maestro, qué bien estamos aquí» (9,33) representa el intento imposible de detener tal experiencia mística. Comenta san Agustín: «[Pedro]… sobre el monte… tenía a Cristo como alimento del alma. ¿Para qué descender para volver a las fatigas y a los dolores, mientras allí arriba estaba lleno de sentimientos de santo amor hacia Dios y que le inspiraban por ello una santa conducta?» (Discurso 78,3).
        Meditando este pasaje del Evangelio, podemos extraer una enseñanza muy importante. Sobre todo, el primado de la poración, sin la cual todo el empeño del apostolado y de la caridad se reduce a activismo. En la Cuaresma, aprendemos a dar el justo tiempo a la oración, personal y comunitaria, que da aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es un aislarse del mundo y de sus contradicciones, como hubiera querido hacer Pedro sobre el Tabor, sino que la oración reconduce al camino, a la acción. «La existencia cristiana –escribí en el Mensaje para esta Cuaresma– consiste en un contínuo subir al monte del encuentro con Dios, para luego volver a bajar llevando el amor y la fuerza que de ello derivan, para servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios» (n. 3).
        Queridos hermanos y hermanas, esta Palabra de Dios la siento de modo especial dirigida a mí, en este momento de mi vida. El Señor me llama a "subir al monte", a dedicarme aún más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia, al contrario, si Dios me pide esto es justamente para que yo pueda seguir sirviéndola con la misma dedicación y el mismo amor con el que lo he hecho hasta ahora, pero en un modo más adecuado a mi edad y mis fuerzas. Invoquemos la intercesión de la Virgen María: Ella nos ayude a todos a seguir siempre al Señor Jesús, en la oración y en la caridad activa.

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