Realmente, las apariciones y las manifestaciones de Dios son muy frecuentes en las Sagradas Escrituras y en la Sagrada Tradición de la Iglesia, sin embargo, son fenómenos muy poco estudiados por la teología. De hecho, prácticamente no hay más que un parrafito en los estudios teológicos de un aspirante al sacerdocio sobre estas cuestiones.
Sin embargo, son temas que interesan mucho en la "piedad popular" que como dice la misma Santa Madre Iglesia es la manifestación más clara de inculturación de la fe en una nación. ¿Por qué se estudia tan poco?
Creo que es por un cierto rechazo intelectual. El catecismo dice que nada nuevo va a ser revelado desde que se cerró la inspiración de las Escrituras. También dice el Catecismo que una cosa es que no haya nada más que revelar y otra muy distinta que hayamos alcanzado la plenitud de comprensión de lo que ha sido revelado.
Aquí entra en juego la sabiduría de las "revelaciones privadas". Son un modo de comprender hoy el depósito de la fe y hacerlo comprensible para todo el pueblo. Son modos de hacer actual las enseñanzas de toda la vida. Tal y como predicamos muchos curas, desde hace un tiempo, no me extraña que la Virgen María haya visto la absoluta necesidad de venir a la tierra para ayudarnos a discernir con claridad qué debemos hacer.
No hace falta creer en ellas. No son objeto de fe católica, pero si son reales, ¿por qué no prestarles atención? Pueden ser una ayuda formidable para la vida cristiana. De hecho, los consejos de las apariciones de Medjugorje han ayudado a vivir la fe mejor a multitud de personas. La Virgen siempre está insistiendo en la necesidad de la oración, de la penitencia y de la conversión de los pecadores. Quizás por eso, haya tante gente que le repugnen las apariciones porque piensan que nadie se condena. ¿Para qué va a advertir la Virgen de algo que es imposible? Esas personas no han leído jamás el evangelio y realmente no son cristianas, sino otra cosa muy distinta.
Precisamente, creo que si la Virgen se aparece, no habría mensaje más importante que este para anunciarnos: que volvamos a Dios, que nos quiere con locura y está deseando salvarnos, pero que nos tenemos que dejar salvar. Para eso no sólo hubo una aparición de Cristo, sino que Cristo mismo se hizo hombre, murió en una curz por nosotros y Resucitó al tercer día...
Por todo esto, os remito un texto del que fuera prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Ratzinguer, explicando ciertos temas discutidos de las apariciones de Fátima. Es un poco largo, pero no tiene desperdicio:
Revelación pública y revelaciones privadas — su lugar teológico
Antes de iniciar un intento de interpretación, cuyas líneas esenciales se
pueden encontrar en la comunicación que el Cardenal Sodano pronunció el 13 de
mayo de este año al final de la celebración eucarística presidida por el
Santo Padre en Fátima, es necesario hacer algunas aclaraciones de fondo sobre
el modo en que, según la doctrina de la Iglesia, deben ser comprendidos dentro
de la vida de fe fenómenos como el de Fátima.
La doctrina de la Iglesia
distingue entre la « revelación pública » y las « revelaciones privadas ».
Entre estas dos realidades hay una diferencia, no sólo de grado, sino de
esencia. El término « revelación pública » designa la acción reveladora de
Dios destinada a toda la humanidad, que ha encontrado su expresión literaria en
las dos partes de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento. Se llama «
revelación » porque en ella Dios se ha dado a conocer progresivamente a los
hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para atraer a sí y para
reunir en sí a todo el mundo por medio del Hijo encarnado, Jesucristo. No se
trata, pues, de comunicaciones intelectuales, sino de un proceso vital, en el
cual Dios se acerca al hombre; naturalmente en este proceso se manifiestan también
contenidos que tienen que ver con la inteligencia y con la comprensión del
misterio de Dios. El proceso atañe al hombre total y, por tanto, también a la
razón, aunque no sólo a ella. Puesto que Dios es uno solo, también es única
la historia que él comparte con la humanidad; vale para todos los tiempos y
encuentra su cumplimiento con la vida, la muerte y la resurrección de
Jesucristo. En Cristo Dios ha dicho todo, es decir, se ha manifestado así mismo
y, por lo tanto, la revelación ha concluido con la realización del misterio de
Cristo que ha encontrado su expresión en el Nuevo Testamento. El Catecismo
de la Iglesia Católica, para explicar este carácter definitivo y completo
de la revelación, cita un texto de San Juan de la Cruz: « Porque en darnos,
como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo
habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que hablaba antes
en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es
su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna
visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino que haría agravio a
Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer cosa otra alguna o
novedad » (n. 65, Subida al Monte Carmelo, 2, 22).
El hecho de que la única revelación de Dios dirigida a todos los pueblos se
haya concluido con Cristo y en el testimonio sobre Él recogido en los libros
del Nuevo Testamento, vincula a la Iglesia con el acontecimiento único de la
historia sagrada y de la palabra de la Biblia, que garantiza e interpreta este
acontecimiento, pero no significa que la Iglesia ahora sólo pueda mirar al
pasado y esté así condenada a una estéril repetición. El Catecismo de la
Iglesia Católica dice a este respecto: « Sin embargo, aunque la Revelación
esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe
cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los
siglos » (n. 66). Estos dos aspectos, el vínculo con el carácter único del
acontecimiento y el progreso en su comprensión, están muy bien ilustrados en
los discursos de despedida del Señor, cuando antes de partir les dice a los
discípulos: « Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con
ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad
completa; pues no hablará por su cuenta... Él me dará gloria, porque recibirá
de lo mío y os lo anunciará a vosotros » (Jn 16, 12-14). Por una
parte el Espíritu, que hace de guía y abre así las puertas a un conocimiento,
del cual antes faltaba el presupuesto que permitiera acogerlo; es ésta la
amplitud y la profundidad nunca alcanzada de la fe cristiana. Por otra parte,
este guiar es un « tomar » del tesoro de Jesucristo mismo, cuya profundidad
inagotable se manifiesta en esta conducción por parte del Espíritu. A este
respecto el Catecismo cita una palabra densa del Papa Gregorio Magno: « la
comprensión de las palabras divinas crece con su reiterada lectura » (Catecismo
de la Iglesia Católica, 94; Gregorio, In Ez 1, 7, 8). El Concilio
Vaticano II señala tres maneras esenciales en que se realiza la guía del Espíritu
Santo en la Iglesia y, en consecuencia, el « crecimiento de la Palabra »: éste
se lleva a cabo a través de la meditación y del estudio por parte de los
fieles, por medio del conocimiento profundo, que deriva de la experiencia
espiritual y por medio de la predicación de « los obispos, sucesores de los Apóstoles
en el carisma de la verdad » (Dei Verbum, 8).
En este contexto es posible entender correctamente el concepto de « revelación
privada », que se refiere a todas las visiones y revelaciones que tienen lugar
una vez terminado el Nuevo Testamento; es ésta la categoría dentro de la cual
debemos colocar el mensaje de Fátima. Escuchemos aún a este respecto antes de
nada el Catecismo de la Iglesia Católica: « A lo largo de los siglos ha
habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las cuales han sido
reconocidas por la autoridad de la Iglesia... Su función no es la de...
“completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla
más plenamente en una cierta época de la historia » (n. 67). Se deben aclarar
dos cosas:
1. La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la única
revelación pública: ésta exige nuestra fe; en efecto, en ella, a través de
palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de la Iglesia, Dios
mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de cualquier otra
fe, confianza u opinión humana. La certeza de que Dios habla me da la seguridad
de que encuentro la verdad misma y, de ese modo, una certeza que no puede darse
en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es la certeza sobre la cual
edifico mi vida y a la cual me confío al morir.
2. La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble
precisamente porque remite a la única revelación pública. El Cardenal Próspero
Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, dice al respecto en su clásico tratado,
que después llegó a ser normativo para las beatificaciones y canonizaciones:
« No se debe un asentimiento de fe católica a revelaciones aprobadas en tal
modo; no es ni tan siquiera posible. Estas revelaciones exigen más bien un
asentimiento de fe humana, según las reglas de la prudencia, que nos las
presenta como probables y piadosamente creíbles ». El teólogo flamenco E.
Dhanis, eminente conocedor de esta materia, afirma sintéticamente que la
aprobación eclesiástica de una revelación privada contiene tres elementos: el
mensaje en cuestión no contiene nada que vaya contra la fe y las buenas
costumbres; es lícito hacerlo publico, y los fieles están autorizados a darle
en forma prudente su adhesión (E. Dhanis, Sguardo su Fatima e bilancio di
una discussione, en: La Civiltà Cattolica 104, 1953, II. 392-406,
en particular 397). Un mensaje así puede ser una ayuda válida para comprender
y vivir mejor el Evangelio en el momento presente; por eso no se debe descartar.
Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma.
El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su
orientación a Cristo mismo. Cuando ella nos aleja de Él, cuando se hace autónoma
o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor designio de salvación, más
importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo,
que nos guía hacia el interior del Evangelio y no fuera del mismo. Esto no
excluye que dicha revelación privada acentúe nuevos aspectos, suscite nuevas
formas de piedad o profundice y extienda las antiguas. Pero, en cualquier caso,
en todo esto debe tratarse de un apoyo para la fe, la esperanza y la caridad,
que son el camino permanente de salvación para todos. Podemos añadir que a
menudo las revelaciones privadas provienen sobre todo de la piedad popular y se
apoyan en ella, le dan nuevos impulsos y abren para ella nuevas formas. Eso no
excluye que tengan efectos incluso sobre la liturgia, como por ejemplo muestran
las fiestas del Corpus Domini y del Sagrado Corazón de Jesús. Desde un
cierto punto de vista, en la relación entre liturgia y piedad popular se
refleja la relación entre Revelación y revelaciones privadas: la liturgia es
el criterio, la forma vital de la Iglesia en su conjunto, alimentada
directamente por el Evangelio. La religiosidad popular significa que la fe está
arraigada en el corazón de todos los pueblos, de modo que se introduce en la
esfera de lo cotidiano. La religiosidad popular es la primera y fundamental
forma de « inculturación » de la fe, que debe dejarse orientar y guiar
continuamente por las indicaciones de la liturgia, pero que a su vez fecunda la
fe a partir del corazón.
Hemos pasado así de las precisiones más bien negativas, que eran necesarias
antes de nada, a la determinación positiva de las revelaciones privadas: ¿cómo
se pueden clasificar de modo correcto a partir de la Sagrada Escritura? ¿Cuál
es su categoría teológica? La carta más antigua de San Pablo que nos ha sido
conservada, tal vez el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, la Primera
Carta a los Tesalonicenses, me parece que ofrece una indicación. El Apóstol
dice en ella: « No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías;
examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno » (5, 19-21). En todas las
épocas se le ha dado a la Iglesia el carisma de la profecía, que debe ser
examinado, pero que tampoco puede ser despreciado. A este respecto, es necesario
tener presente que la profecía en el sentido de la Biblia no quiere decir
predecir el futuro, sino explicar la voluntad de Dios para el presente, lo cual
muestra el recto camino hacia el futuro. El que predice el futuro se encuentra
con la curiosidad de la razón, que desea apartar el velo del porvenir; el
profeta ayuda a la ceguera de la voluntad y del pensamiento y aclara la voluntad
de Dios como exigencia e indicación para el presente. La importancia de la
predicción del futuro en este caso es secundaria. Lo esencial es la actualización
de la única revelación, que me afecta profundamente: la palabra profética es
advertencia o también consuelo o las dos cosas a la vez. En este sentido, se
puede relacionar el carisma de la profecía con la categoría de los « signos
de los tiempos », que ha sido subrayada por el Vaticano II: « ...sabéis
explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este
tiempo? » (Lc 12, 56). En esta parábola de Jesús por « signos de los
tiempos » debe entenderse su propio camino, el mismo Jesús. Interpretar los
signos de los tiempos a la luz de la fe significa reconocer la presencia de
Cristo en todos los tiempos. En las revelaciones privadas reconocidas por la
Iglesia —y por tanto también en Fátima— se trata de esto: ayudarnos a
comprender los signos de los tiempos y a encontrar la justa respuesta desde la
fe ante ellos.
La estructura antropológica de las revelaciones privadas
Una vez que con las precedentes reflexiones hemos tratado de determinar el lugar
teológico de las revelaciones privadas, antes de ocuparnos de una interpretación
del mensaje de Fátima, debemos aún intentar aclarar brevemente un poco su carácter
antropológico (psicológico). La antropología teológica distingue en este ámbito
tres formas de percepción o « visión »: la visión con los sentidos, es
decir la percepción externa corpórea, la percepción interior y la visión
espiritual (visio sensibilis – imaginativa – intellectualis). Está
claro que en las visiones de Lourdes, Fátima, etc. no se trata de la normal
percepción externa de los sentidos: las imágenes y las figuras, que se ven, no
se hallan exteriormente en el espacio, como se encuentran un árbol o una casa.
Esto es absolutamente evidente, por ejemplo, por lo que se refiere a la visión
del infierno (descrita en la primera parte del « secreto » de Fátima) o también
la visión descrita en la tercera parte del « secreto », pero puede
demostrarse con mucha facilidad también en las otras visiones, sobre todo
porque no todos los presentes las veían, sino de hecho sólo los « videntes ».
Del mismo modo es obvio que no se trata de una « visión » intelectual, sin imágenes,
como se da en otros grados de la mística. Aquí se trata de la categoría
intermedia, la percepción interior, que ciertamente tiene en el vidente la
fuerza de una presencia que, para él, equivale a la manifestación externa
sensible.
Ver interiormente no significa que se trate de fantasía, como si fuera sólo
una expresión de la imaginación subjetiva. Más bien significa que el alma
viene acariciada por algo real, aunque suprasensible, y es capaz de ver lo no
sensible, lo no visible por los sentidos, una especie de visión con los «
sentidos internos ». Se trata de verdaderos « objetos », que tocan el alma,
aunque no pertenezcan a nuestro habitual mundo sensible. Para esto se exige una
vigilancia interior del corazón que generalmente no se tiene a causa de la
fuerte presión de las realidades externas y de las imágenes y pensamientos que
llenan el alma. La persona es transportada más allá de la pura exterioridad y
otras dimensiones más profundas de la realidad la tocan, se le hacen visibles.
Tal vez por eso se puede comprender por qué los niños son los destinatarios
preferidos de tales apariciones: el alma está aún poco alterada y su capacidad
interior de percepción está aún poco deteriorada. « De la boca de los niños
y de los lactantes has recibido la alabanza », responde Jesús con una frase
del Salmo 8 (v.3) a la crítica de los Sumos Sacerdotes y de los ancianos, que
encuentran inoportuno el grito de « hosanna » de los niños (Mt 21,
16).
La « visión interior » no es una fantasía, sino una propia y verdadera
manera de verificar, como hemos dicho. Pero conlleva también limitaciones. Ya
en la visión exterior está siempre involucrado el factor subjetivo; no vemos
el objeto puro, sino que llega a nosotros a través del filtro de nuestros
sentidos, que deben llevar a cabo un proceso de traducción. Esto es aún más
evidente en la visión interior, sobre todo cuando se trata de realidades que
sobrepasan en sí mismas nuestro horizonte. El sujeto, el vidente, está
involucrado de un modo aún más íntimo. Él ve con sus concretas
posibilidades, con las modalidades de representación y de conocimiento que le
son accesibles. En la visión interior se trata, de manera más amplia que en la
exterior, de un proceso de traducción, de modo que el sujeto es esencialmente
copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece. La imagen puede
llegar solamente según sus medidas y sus posibilidades. Tales visiones nunca
son simples « fotografías » del más allá, sino que llevan en sí también
las posibilidades y los límites del sujeto perceptor.
Esto se puede comprender en todas las grandes visiones de los santos;
naturalmente, vale también para las visiones de los niños de Fátima. Las imágenes
que ellos describen no son en absoluto simples expresiones de su fantasía, sino
fruto de una real percepción de origen superior e interior, pero no son
imaginaciones como si por un momento se quitara el velo del más allá y el
cielo apareciese en su esencia pura, tal como nosotros esperamos verlo un día
en la definitiva unión con Dios. Más bien las imágenes son, por decirlo así,
una síntesis del impulso proveniente de lo Alto y de las posibilidades de que
dispone para ello el sujeto que percibe, esto es, los niños. Por este motivo,
el lenguaje imaginativo de estas visiones es un lenguaje simbólico. El Cardenal
Sodano dice al respecto: « ... no se describen en sentido fotográfico los
detalles de los acontecimientos futuros, sino que sintetizan y condensan sobre
un mismo fondo, hechos que se extienden en el tiempo según una sucesión y con
una duración no precisadas ». Esta concentración de tiempos y espacios en una
única imagen es típica de tales visiones que, por lo demás, pueden ser
descifradas sólo a posteriori. A este respecto, no todo elemento visivo
debe tener un concreto sentido histórico. Lo que cuenta es la visión como
conjunto, y a partir del conjunto de imágenes deben ser comprendidos los
aspectos particulares. Lo que es central en una imagen se desvela en último término
a partir del centro de la « profecía » cristiana en absoluto: el centro está
allí donde la visión se convierte en llamada y guía hacia la voluntad de
Dios.
Un intento de interpretación del secreto de Fátima
La primera y segunda parte del secreto de Fátima han sido ya discutidas tan
ampliamente por la literatura especializada que ya no hay que ilustrarlas más.
Quisiera sólo llamar la atención brevemente sobre el punto más significativo.
Los niños han experimentado durante un instante terrible una visión del
infierno. Han visto la caída de las « almas de los pobres pecadores ». Y se
les dice por qué se les ha hecho pasar por ese momento: para « salvarlas »,
para mostrar un camino de salvación. Viene así a la mente la frase de la
Primera Carta de Pedro: « meta de vuestra fe es la salvación de las almas »
(1,9). Para este objetivo se indica como camino -de un modo sorprendente para
personas provenientes del ámbito cultural anglosajón y alemán- la devoción
al Corazón Inmaculado de María. Para entender esto puede ser suficiente aquí
una breve indicación. « Corazón » significa en el lenguaje de la Biblia el
centro de la existencia humana, la confluencia de razón, voluntad, temperamento
y sensibilidad, en la cual la persona encuentra su unidad y su orientación
interior. El «corazón inmaculado » es, según Mt 5,8, un corazón que
a partir de Dios ha alcanzado una perfecta unidad interior y, por lo tanto, «
ve a Dios ». La « devoción » al Corazón Inmaculado de María es, pues, un
acercarse a esta actitud del corazón, en la cual el « fiat » —hágase
tu voluntad— se convierte en el centro animador de toda la existencia. Si
alguno objetara que no debemos interponer un ser humano entre nosotros y Cristo,
se le debería recordar que Pablo no tiene reparo en decir a sus comunidades:
imitadme (1 Co 4, 16; Flp 3,17; 1 Ts 1,6; 2 Ts 3,7.9).
En el Apóstol pueden constatar concretamente lo que significa seguir a Cristo.
¿De quién podremos nosotros aprender mejor en cualquier tiempo si no de la
Madre del Señor?
Llegamos así, finalmente, a la tercera parte del « secreto » de Fátima
publicado íntegramente aquí por primera vez. Como se desprende de la
documentación precedente, la interpretación que el Cardenal Sodano ha dado en
su texto del 13 de mayo, había sido presentada anteriormente a Sor Lucia en
persona. A este respecto, Sor Lucia ha observado en primer lugar que a ella
misma se le dio la visión, no su interpretación. La interpretación, decía,
no es competencia del vidente, sino de la Iglesia. Ella, sin embargo, después
de la lectura del texto, ha dicho que esta interpretación correspondía a lo
que ella había experimentado y que, por su parte, reconocía dicha interpretación
como correcta. En lo que sigue, pues, se podrá sólo intentar dar un fundamento
más profundo a dicha interpretación a partir de los criterios hasta ahora
desarrollados.
Como palabra clave de la primera y de la segunda parte del « secreto » hemos
descubierto la de « salvar las almas », así como la palabra clave de este «
secreto » es el triple grito: « ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia! ».
Viene a la mente el comienzo del Evangelio: « paenitemini et credite
evangelio » (Mc 1,15). Comprender los signos de los tiempos
significa comprender la urgencia de la penitencia, de la conversión y de la fe.
Esta es la respuesta adecuada al momento histórico, que se caracteriza por
grandes peligros y que serán descritos en las imágenes sucesivas. Me permito
insertar aquí un recuerdo personal: en una conversación conmigo Sor Lucia me
dijo que le resultaba cada vez más claro que el objetivo de todas las
apariciones era el de hacer crecer siempre más en la fe, en la esperanza y en
la caridad. Todo el resto era sólo para conducir a esto.
Examinemos ahora más de cerca cada imagen. El ángel con la espada de fuego a
la derecha de la Madre de Dios recuerda imágenes análogas en el Apocalipsis.
Representa la amenaza del juicio que incumbe sobre el mundo. La perspectiva de
que el mundo podría ser reducido a cenizas en un mar de llamas, hoy no es
considerada absolutamente pura fantasía: el hombre mismo ha preparado con sus
inventos la espada de fuego. La visión muestra después la fuerza que se opone
al poder de destrucción: el esplendor de la Madre de Dios, y proveniente
siempre de él, la llamada a la penitencia. De ese modo se subraya la
importancia de la libertad del hombre: el futuro no está determinado de un modo
inmutable, y la imagen que los niños vieron, no es una película anticipada del
futuro, de la cual nada podría cambiarse. Toda la visión tiene lugar en
realidad sólo para llamar la atención sobre la libertad y para dirigirla en
una dirección positiva. El sentido de la visión no es el de mostrar una película
sobre el futuro ya fijado de forma irremediable. Su sentido es exactamente el
contrario, el de movilizar las fuerzas del cambio hacia el bien. Por eso están
totalmente fuera de lugar las explicaciones fatalísticas del « secreto » que,
por ejemplo, dicen que el atentador del 13 de mayo de 1981 habría sido en
definitiva un instrumento del plan divino guiado por la Providencia y que, por
tanto, no habría actuado libremente, así como otras ideas semejantes que
circulan. La visión habla más bien de los peligros y del camino para salvarse
de los mismos.
Las siguientes frases del texto muestran una vez más muy claramente el carácter
simbólico de la visión: Dios permanece el inconmensurable y la luz que supera
todas nuestras visiones. Las personas humanas aparecen como en un espejo.
Debemos tener siempre presente esta limitación interna de la visión, cuyos
confines están aquí indicados visivamente. El futuro se muestra sólo « como
en un espejo de manera confusa » (cf. 1 Co 13,12). Tomemos ahora en
consideración cada una de las imágenes que siguen en el texto del « secreto
». El lugar de la acción aparece descrito con tres símbolos: una montaña
escarpada, una grande ciudad medio en ruinas y, finalmente, una gran cruz de
troncos rústicos. Montaña y ciudad simbolizan el lugar de la historia humana:
la historia como costosa subida hacia lo alto, la historia como lugar de la
humana creatividad y de la convivencia, pero al mismo tiempo como lugar de las
destrucciones, en las cuales el hombre destruye la obra de su propio trabajo. La
ciudad puede ser el lugar de comunión y de progreso, pero también el lugar del
peligro y de la amenaza más extrema. Sobre la montaña está la cruz, meta y
punto de orientación de la historia. En la cruz la destrucción se transforma
en salvación; se levanta como signo de la miseria de la historia y como promesa
para la misma.
Aparecen después aquí personas humanas: el Obispo vestido de blanco (« hemos
tenido el presentimiento de que fuera el Santo Padre »), otros Obispos,
sacerdotes, religiosos y religiosas y, finalmente, hombres y mujeres de todas
las clases y estratos sociales. El Papa parece que precede a los otros,
temblando y sufriendo por todos los horrores que lo rodean. No sólo las casas
de la ciudad están medio en ruinas, sino que su camino pasa en medio de los
cuerpos de los muertos. El camino de la Iglesia se describe así como un viacrucis,
como camino en un tiempo de violencia, de destrucciones y de persecuciones. Se
puede ver representada en esta imagen la historia de todo un siglo. Del mismo
modo que los lugares de la tierra están sintéticamente representados en las
dos imágenes de la montaña y de la ciudad y están orientados hacia la cruz,
también los tiempos son presentados de forma compacta. En la visión podemos
reconocer el siglo pasado como siglo de los mártires, como siglo de los
sufrimientos y de las persecuciones contra la Iglesia, como el siglo de las
guerras mundiales y de muchas guerras locales que han llenado toda su segunda
mitad y han hecho experimentar nuevas formas de crueldad. En el « espejo » de
esta visión vemos pasar a los testigos de la fe de decenios. A este respecto,
parece oportuno mencionar una frase de la carta que Sor Lucia escribió al Santo
Padre el 12 de mayo de 1982: « la tercera parte del “secreto” se refiere a
las palabras de Nuestra Señora: “Si no (Rusia) diseminará sus errores por el
mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia. Los buenos serán
martirizados, el Santo Padre tendrá que sufrir mucho, varias naciones serán
destruidas” ».
En el viacrucis de este siglo, la figura del Papa tiene un papel
especial. En su fatigoso subir a la montaña podemos encontrar indicados con
seguridad juntos diversos Papas, que empezando por Pío X hasta el Papa actual
han compartido los sufrimientos de este siglo y se han esforzado por avanzar
entre ellas por el camino que lleva a la cruz. En la visión también el Papa es
matado en el camino de los mártires. ¿No podía el Santo Padre, cuando después
del atentado del 13 de mayo de 1981 se hizo llevar el texto de la tercera parte
del « secreto », reconocer en él su propio destino? Había estado muy cerca
de las puertas de la muerte y él mismo explicó el haberse salvado, con las
siguientes palabras: « ...fue una mano materna a guiar la trayectoria de la
bala y el Papa agonizante se paró en el umbral de la muerte » (13 de mayo de
1994). Que una « mano materna » haya desviado la bala mortal muestra sólo una
vez más que no existe un destino inmutable, que la fe y la oración son
poderosas, que pueden influir en la historia y, que al final, la oración es más
fuerte que las balas, la fe más potente que las divisiones.
La conclusión del « secreto » recuerda imágenes que Lucía puede haber
visto en libros de piedad y cuyo contenido deriva de antiguas intuiciones de fe.
Es una visión consoladora, que quiere hacer maleable por el poder salvador de
Dios una historia de sangre y lágrimas. Los ángeles recogen bajo los brazos de
la cruz la sangre de los mártires y riegan con ella las almas que se acercan a
Dios. La sangre de Cristo y la sangre de los mártires están aquí consideradas
juntas: la sangre de los mártires fluye de los brazos de la cruz. Su martirio
se lleva a cabo de manera solidaria con la pasión de Cristo y se convierte en
una sola cosa con ella. Ellos completan en favor del Cuerpo de Cristo lo que aún
falta a sus sufrimientos (cf. Col 1,24). Su vida se ha convertido en
Eucaristía, inserta en el misterio del grano de trigo que muere y se hace
fecundo. La sangre de los mártires es semilla de cristianos, ha dicho
Tertuliano. Así como de la muerte de Cristo, de su costado abierto, ha nacido
la Iglesia, así la muerte de los testigos es fecunda para la vida futura de la
Iglesia. La visión de la tercera parte del « secreto », tan angustiosa en su
comienzo, se concluye pues con un imagen de esperanza: ningún sufrimiento es
vano y, precisamente, una Iglesia sufriente, una Iglesia de mártires, se
convierte en señal orientadora para la búsqueda de Dios por parte del hombre.
En las manos amorosas de Dios no han sido acogidos únicamente los que sufren
como Lázaro, que encontró el gran consuelo y representa misteriosamente a
Cristo que quiso ser para nosotros el pobre Lázaro; hay algo más, del
sufrimiento de los testigos deriva una fuerza de purificación y de renovación,
porque es actualización del sufrimiento mismo de Cristo y transmite en el
presente su eficacia salvífica.
Hemos llegado así a una última pregunta: ¿Qué significa en su conjunto (en
sus tres partes) el « secreto » de Fátima? ¿Qué nos dice a nosotros? Ante
todo, debemos afirmar con el Cardenal Sodano: « ...los acontecimientos a los
que se refiere la tercera parte del « secreto » de Fátima, parecen pertenecer
ya al pasado ». En la medida en que se refiere a acontecimientos concretos, ya
pertenecen al pasado. Quien había esperado en impresionantes revelaciones
apocalípticas sobre el fin del mundo o sobre el curso futuro de la historia
debe quedar desilusionado. Fátima no nos ofrece este tipo de satisfacción de
nuestra curiosidad, del mismo modo que la fe cristiana por lo demás no quiere y
no puede ser un mero alimento para nuestra curiosidad. Lo que queda de válido
lo hemos visto de inmediato al inicio de nuestras reflexiones sobre el texto del
« secreto »: la exhortación a la oración como camino para la « salvación
de las almas » y, en el mismo sentido, la llamada a la penitencia y a la
conversión.
Quisiera al final volver aún sobre otra palabra clave del « secreto », que
con razón se ha hecho famosa: « mi Corazón Inmaculado triunfará ». ¿Qué
quiere decir esto? Que el corazón abierto a Dios, purificado por la contemplación
de Dios, es más fuerte que los fusiles y que cualquier tipo de arma. El fiat
de María, la palabra de su corazón, ha cambiado la historia del mundo,
porque ella ha introducido en el mundo al Salvador, porque gracias a este « sí
» Dios pudo hacerse hombre en nuestro mundo y así permanece ahora y para
siempre. El maligno tiene poder en este mundo, lo vemos y lo experimentamos
continuamente; él tiene poder porque nuestra libertad se deja alejar
continuamente de Dios. Pero desde que Dios mismo tiene un corazón humano y de
ese modo ha dirigido la libertad del hombre hacia el bien, hacia Dios, la
libertad hacia el mal ya no tiene la última palabra. Desde aquel momento cobran
todo su valor las palabras de Jesús: « padeceréis tribulaciones en el mundo,
pero tened confianza; yo he vencido al mundo » (Jn 16,33). El mensaje de
Fátima nos invita a confiar en esta promesa.
Joseph Card. Ratzinger
Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe