Siento mucho los retrasos, actualizaré el blog de vez en cuando, pero tened paciencia, please:



La vida de un sacerdote en Madrid es algo compleja, hacemos lo que podemos y que Dios ponga el resto. Si quieres contribuir pide a Dios que nos envíe más sacerdotes.

Un fuerte abrazo

miércoles, 13 de marzo de 2013

El Cónclave

Tres vídeos explicativos del Cónclave


Quizás estos vídeos os puedan iluminar algo sobre lo que ocurre estos días en Roma...

Aunque son antiguos, pues es una publicación de GOYA PRODUCCIONES se refiere al Cónclave tras la muerte de Juan Pablo II, con lo cual algunas normas han cambiado.

sábado, 2 de marzo de 2013

Último angelus de Benedicto XVI


Dios me llama a "subir al monte" pero no significa abandonar a la Iglesia. Si me pide esto es para poder servirla con la misma entrega y el mismo amor de siempre
A las 12 de hoy, Benedicto XVI se asomó a la venta de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para recitar el Ángelus con los fieles y los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro. Este es el último Ángelus del papa Ratzinger, antes de la audiencia general en esta misma plaza con la que se despedirá de los fieles de la Iglesia católica antes de su retiro a Castel Gandolfo y luego al monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 24 de febrero de 2013.

¡Queridos hermanos y hermanas!
        En el segundo domingo de Cuaresma la Liturgia nos presenta siempre el Evangelio de la Transfiguración del Señor. El evangelista Lucas destaca de modo especial el hecho de que Jesús se transfigurara mientras oraba: la suya es una experiencia profunda de relación con el Padre durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive sobre un alto monte en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5,10; 8,51; 9,28). El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección (9,22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Y también en la Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre celeste: «Este es mi hijo, el predilecto, ¡Escuchadle!» (9,35). La presencia luego de Moisés y de Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a El, el Cristo, que realiza un nuevo «éxodo» (9,31), no hacia la tierra prometida, como en el tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. La intervención de Pedro: «Maestro, qué bien estamos aquí» (9,33) representa el intento imposible de detener tal experiencia mística. Comenta san Agustín: «[Pedro]… sobre el monte… tenía a Cristo como alimento del alma. ¿Para qué descender para volver a las fatigas y a los dolores, mientras allí arriba estaba lleno de sentimientos de santo amor hacia Dios y que le inspiraban por ello una santa conducta?» (Discurso 78,3).
        Meditando este pasaje del Evangelio, podemos extraer una enseñanza muy importante. Sobre todo, el primado de la poración, sin la cual todo el empeño del apostolado y de la caridad se reduce a activismo. En la Cuaresma, aprendemos a dar el justo tiempo a la oración, personal y comunitaria, que da aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es un aislarse del mundo y de sus contradicciones, como hubiera querido hacer Pedro sobre el Tabor, sino que la oración reconduce al camino, a la acción. «La existencia cristiana –escribí en el Mensaje para esta Cuaresma– consiste en un contínuo subir al monte del encuentro con Dios, para luego volver a bajar llevando el amor y la fuerza que de ello derivan, para servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios» (n. 3).
        Queridos hermanos y hermanas, esta Palabra de Dios la siento de modo especial dirigida a mí, en este momento de mi vida. El Señor me llama a "subir al monte", a dedicarme aún más a la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia, al contrario, si Dios me pide esto es justamente para que yo pueda seguir sirviéndola con la misma dedicación y el mismo amor con el que lo he hecho hasta ahora, pero en un modo más adecuado a mi edad y mis fuerzas. Invoquemos la intercesión de la Virgen María: Ella nos ayude a todos a seguir siempre al Señor Jesús, en la oración y en la caridad activa.

El último discurso de Benedicto XVI como Papa

Última catequesis de Benedicto XVI


''No abandono la cruz, sino que permanezco de un modo nuevo ante el Señor Crucificado''
Esta mañana, a las 10 de la mañana, la plaza de San Pedro y aledaños ya estaba repleta. A las 10,30 pasadas, el papa Benedicto XVI entró en el papamóvil y recorrió los pasillos abiertos entre los fieles y peregrinos asistentes de muchos países. Estaban también cardenales y obispos, la Curia Romana, el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, los sacerdotes, párrocos y seminaristas de la diócesis de Roma, los empleados vaticanos, peregrinos y fieles de Roma, de Italia y de muchos países.
Ciudad del Vaticano, 27 de febrero de 2013.

Venerados hermanos en el episcopado y presbiterado
Distinguidas autoridades
¡Queridos hermanos y hermanas!
        Muchas gracias por haber venido tantos en esta última audiencia general de mi pontificado.
        Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi corazón la necesidad de agradecer sobretodo a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su palabra y así alimenta la fe de su pueblo.
        En este momento mi ánimo se extiende por así decir, para abrazar a toda la Iglesia difundida en el mundo y doy gracias a Dios por las 'noticias' que en estos años de ministerio petrino he podido recibir sobre la fe en el Señor Jesucristo, de la caridad que circula en el Cuerpo de la Iglesia y lo hace vivir en el amor, y de la esperanza que se nos abre y nos orienta hacia la vida en su plenitud, hacia la patria del Cielo.
        Siento que les tendré presentes a todos en la oración, en un presente que es aquel de Dios, donde recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Todo y a todos les recojo en la oración para confiarlos al Señor: para que tengamos pleno conocimiento de su voluntad, con cada acto de su sabiduría e inteligencia espiritual, y para que podamos comportarnos de manera digna de Él, de su amor, haciendo fructificar cada obra buena. (cfr. Col 1,9).
        En este momento hay en mi una gran confianza porque sé, y lo sabemos todos nosotros, que la palabra de verdad, del evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El evangelio purifica y renueva, produce fruto en cualquier lugar donde la comunidad de los creyentes lo escucha, acoge la gracia de Dios en la verdad y vive en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.
        Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años decidí asumir el ministerio de Pedro, tuve firmemente esta certeza que me ha siempre acompañado. En aquel momento, como expliqué en diversas oportunidades, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: ¿Señor por qué pides esto, y que es lo que me pides? Es un peso grande el que me pones sobre los hombros, pero si Tú me lo pides, en tu nombre echaré las redes, seguro de que Tú me guiarás, incluso con todas mis debilidades.
        Y el Señor verdaderamente me ha guiado y me ha estado cerca. He podido percibir cotidianamente su presencia. Y fue un tramo del camino de la Iglesia que tuvo momentos de alegría y de luz, y también momentos no fáciles. Me he sentido como san Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea. El Señor nos ha donado tantos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca fue abundante. Existieron también momentos en los cuales las aguas estaban agitadas y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir.
        Pero siempre he sabido que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya y no la deja hundirse. Es Él que la conduce, seguramente también a través de los hombres que ha elegido, porque así lo ha querido. Esta fue y es una certeza que nada puede ofuscar. Y por esto hoy mi corazón está lleno de agradecimiento a Dios porque no le ha hecho faltar nunca a toda la Iglesia ni a mi, su consolación, su luz y su amor.
        Estamos en el Año de la Fe, que he querido para reforzar justamente nuestra fe en Dios, en un contexto que parece querer ponerlo cada vez más en segundo plano. Querría invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarse como niños en los brazos del Dios, con la seguridad de que aquellos brazos nos sostienen siempre y son lo que nos permite caminar cada día también cuando estamos cansados.
        Querría que cada uno se sintiera amado por aquel Dios que ha donado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Querría que cada uno sintiera la alegría de ser cristiano. En una hermosa oración que se reza cotidianamente por la mañana se dice: “Te adoro Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te agradezco por haberme creado, hecho cristiano...” Sí, agradezcamos al Señor por esto cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama y espera que nosotros también lo amemos!
        Y no solamente a Dios quiero agradecerle en este momento. Un papa no está solo cuando guía la barca de Pedro, mismo si es su primera responsabilidad. Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino. El Señor me ha puesto al lado a tantas personas que con generosidad y amor de Dios y a la Iglesia me ayudaron y me estuvieron cerca.
        Sobretodo ustedes, queridos hermanos cardenales; vuestra sabiduría, vuestros consejos, vuestra amistad me han sido preciosos. Mis colaboradores a partir del secretario de Estado que me ha acompañado con fidelidad durante estos años, la Secretaría de Estado y la Curia Romana, como todos aquellos que en los varios sectores dan sus servicios a la Santa Sede.
        Hay además tantos rostros que no aparecen, que se quedan en la sombra, pero justamente en el silencio, en la dedicación cotidiana, con espíritu de fe y humildad fueron para mi un apoyo seguro y confiable.
        ¡Un pensamiento especial va a la Iglesia de Roma, a mi diócesis! No puedo olvidar a mis hermanos en el episcopado y en el prebiterado, a las personas consagradas y a todo el pueblo de Dios. En las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, he siempre percibido gran atención y profundo afecto. Pero también yo les he querido bien a todos y a cada uno, sin distinciones, con aquella caridad pastoral que está en el corazón de cada Pastor, especialmente del obispo de Roma, del sucesor del apóstol Pedro. Cada día les he tenido presente, cada día en mi oración, con corazón de padre.
        Querría que mi saludo y mi agradecimiento llegara también a todos: el corazón de un papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi gratitud al cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede, que vuelve presente la gran familia de Naciones.
        Aquí pienso también a todos aquellos que trabajan para una buena comunicación y a quienes agradezco por su importante servicio.
        A este punto quiero agradecer verdaderamente y de corazón a todas las numerosas personas en todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos conmovedores de atención, de amistad y de oración. Sí porque el papa no está nunca solo y ahora lo experimento nuevamente en una manera tan grande, que me toca el corazón.
        El papa le pertenece a todos, y tantas personas se sienten muy cerca de él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo: jefes de Estado, jefes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura, etc.
        Pero recibo también muchísimas cartas de personas simples que me escriben simplemente desde su corazón y me hacen sentir el afecto que nace del su estar junto a Jesucristo en Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe por ejemplo a un príncipe o a un grande que no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas, o como hijos o hijas, con el sentido de una relación familiar muy afectuoso.
        Aquí se puede tocar con la mano que es la Iglesia -no una organización, no una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Sentir a la Iglesia de esta manera y poder casi tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es un motivo de alegría, en un tiempo en el cual tantos hablan de su ocaso.
        En estos últimos meses he sentido que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me ilumine con su luz para hacerme tomar la decisión más justa, no para mi bien, sino para el bien de la Iglesia. He realizado este paso con plena conciencia de su gran gravedad y también novedad, pero también con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el coraje de hacer elecciones difíciles, sufridas y ponendo siempre delante el bien de la Iglesia y no a nosotros mismos.
        Permítanme volver aquí una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la decisión fue precisamente por el hecho de que a partir de ese momento en adelante, yo estaba empeñado siempre y para siempre por el Señor. Siempre --quien asume el ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. A su vida le viene, por así decir, totalmente quitada la esfera privada.
        He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida propiamente cuando la da. Dije antes que una gran cantidad de gente que ama el Señor, aman también al Sucesor de san Pedro y tienen un alto aprecio por él; y que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas de todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de su comunión; porque él no se pertenece más a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.
        El "siempre" es también un "para siempre" --no es más un retorno a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio, no revoca esto. No regreso a la vida privada, a una vida de viajes, reuniones, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de un modo nuevo ante el Señor Crucificado. No llevo más la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino en el servicio de la oración; permanezco, por así decirlo, en el recinto de san Pedro. San Benito, cuyo nombre porto como papa, me será de gran ejemplo en esto. Él nos ha mostrado el camino para una vida que, activa o pasiva, pertenece por entero a la obra de Dios.
        También doy las gracias a todos y cada uno por su respeto y la comprensión con la que han acogido esta importante decisión. Voy a seguir acompañando el camino de la Iglesia mediante la oración y la reflexión, con la dedicación al Señor y a su Esposa, que traté de vivir hasta ahora todos los días y que quiero vivir para siempre. Les pido que me recuerden delante de Dios, y sobre todo de orar por los cardenales, que son llamados a una tarea tan importante, y por el nuevo sucesor del apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe con la luz y el poder de su Espíritu.
        Invoco la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a Ella nos acogemos, con profunda confianza.
        ¡Queridos amigos y amigas! Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, y especialmente en los tiempos difíciles. Nunca perdamos esta visión de fe, que es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. En nuestro corazón, en el corazón de cada uno de ustedes, que exista siempre la certeza gozosa de que el Señor está cerca, que no nos abandona, que está cerca de nosotros y nos envuelve con su amor. ¡Gracias!
        Asimismo, doy gracias a Dios por sus dones, y también a tantas personas que, con generosidad y amor a la Iglesia, me han ayudado en estos años con espíritu de fe y humildad. Agradezco a todos el respeto y la comprensión con la que han acogido esta decisión importante, que he tomado con plena libertad. Desde que asumí el ministerio petrino en el nombre del Señor he servido a su Iglesia con la certeza de que es Él quien me ha guiado. Sé también que la barca de la Iglesia es suya, y que Él la conduce por medio de hombres. Mi corazón está colmado de gratitud porque nunca ha faltado a la Iglesia su luz. En este Año de la fe invito a todos a renovar la firme confianza en Dios, con la seguridad de que Él nos sostiene y nos ama, y así todos sientan la alegría de ser cristianos.
        Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y de los países latinoamericanos, que hoy han querido acompañarme. Os suplico que os acordéis de mí en vuestra oración y que sigáis pidiendo por los Señores Cardenales, llamados a la delicada tarea de elegir a un nuevo Sucesor en la Cátedra del apóstol Pedro. Imploremos todos la amorosa protección de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia. Muchas gracias. Que Dios os bendiga.
        ¡Distinguidas autoridades!
        ¡Queridos hermanos y hermanas!
        Muchas gracias por haber venido así numerosos en esta última audiencia general de mi pontificado.
        Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi corazón la necesidad de agradecer sobretodo a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su palabra y así alimenta la fe de su pueblo.
        En este momento mi ánimo se extiende por así decir, para abrazar a toda la Iglesia difundida en el mundo y doy gracias a Dios por las 'noticias' que en estos años de ministerio petrino he podido recibir sobre la fe en el Señor Jesucristo, de la caridad que circula en el Cuerpo de la Iglesia y lo hace vivir en el amor, y de la esperanza que se nos abre y nos orienta hacia la vida en su plenitud, hacia la patria del Cielo.
        Siento que les tendré presente a todos en la oración, en un presente que es aquel de Dios, donde recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Todo y a todos les recojo en la oración para confiarlos al Señor: porque tenemos pleno conocimiento de su voluntad, con cada acto de su sabiduría e inteligencia espiritual, y porque podamos comportarnos de manera digna de Él, de su amor, haciendo fructificar cada obra buena. (cfr. Col 1,9).
        En este momento hay en mi una gran confianza porque sé, y lo sabemos todos nosotros, que la palabra de verdad, del evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El evangelio purifica y renueva, lleva frutos en cualquier lugar en donde la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y vive en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.
        Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años atrás decidí asumir el ministerio de Pedro, tuve firmemente esta certeza que me ha siempre acompañado. En aquel momento, como expliqué en diversas oportunidades, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: ¿Señor qué me pedís? Es un peso grande el que me pones sobre los hombros, pero si Tú me lo pides, en tu nombre tiraré las redes, seguro de que Tú me guiarás.
        Y el Señor verdaderamente me ha guiado y me ha estado cerca. He podido percibir cotidianamente su presencia. Y fue un tramo del camino de la Iglesia que tuvo momentos de alegría y de luz, y también momentos no fáciles. Me he sentido como san Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea. El Señor nos ha donado tantos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca fue abundante. Existieron también momentos en los cuales las aguas estaban agitadas y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir.
        Pero siempre he sabido que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya y no la deja hundirse. Es Él que la conduce, seguramente también a través de los hombres que ha elegido, porque así lo ha querido. Esta fue y es una certeza que nada puede ofuscar. Y por esto hoy mi corazón está lleno de agradecimiento a Dios porque no le ha hecho faltar nunca a toda la Iglesia ni a mi, su consolación, su luz y su amor.
        Estamos en el Año de la Fe, que he querido para reforzar justamente nuestra fe en Dios, en un contexto que parece querer ponerlo cada vez más en segundo plano. Querría invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarse como niños en los brazos del Dios, con la seguridad de que aquellos brazos nos sostienen siempre y son lo que nos permite caminar cada día mismo cuando estamos cansados.
        Querría que cada uno se sintiera amado por aquel Dios que ha donado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Querría que cada uno sintiera la alegría de ser cristiano. En una hermosa oración que se reza cotidianamente por la mañana se dice: “Te adoro Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te agradezco por haberme creado, hecho cristiano...” Sí, agradezcamos al Señor por esto cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama y espera que nosotros también lo amemos!
        Y no solamente a Dios quiero agradecerle en este momento. Un papa no está solo cuando guía la barca de Pedro, mismo si es su primera responsabilidad. Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino. El Señor me ha puesto al lado a tantas personas que con generosidad y amor de Dios y a la Iglesia me ayudaron y me estuvieron cerca.
        Sobretodo ustedes, queridos hermanos cardenales; vuestra sabiduría, vuestros consejos, vuestra amistad me han sido preciosos. Mis colaboradores a partir del secretario de Estado que me ha acompañado con fidelidad durante estos años, la Secretaría de Estado y la Curia Romana, como todos aquellos que en los varios sectores dan sus servicios a la Santa Sede.
        Hay además tantos rostros que no aparecen, que se quedan en la sombra, pero justamente en el silencio, en la dedicación cotidiana, con espíritu de fe y humildad fueron para mi un apoyo seguro y confiable.
        ¡Un pensamiento especial va a la Iglesia de Roma, a mi diócesis! No puedo olvidar a mis hermanos en el episcopado y en el prebiterado, a las personas consagradas y a todo el pueblo de Dios. En las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, he siempre percibido gran atención y profundo afecto. Pero también yo les he querido bien a todos y a cada uno, sin distinciones, con aquella caridad pastoral que está en el corazón de cada Pastor, especialmente del obispo de Roma, del sucesor del apóstol Pedro. Cada día les he tenido presente, cada día en mi oración, con corazón de padre.
        Querría que mi saludo y mi agradecimiento llegara también a todos: el corazón de un papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi gratitud al cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede, que vuelve presente la gran familia de Naciones.
        Aquí pienso también a todos aquellos que trabajan para una buena comunicación y a quienes agradezco por su importante servicio.
        A este punto quiero agradecer verdaderamente y de corazón a todas las numerosas personas en todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos conmovedores de atención, de amistad y de oración. Sí porque el papa no está nunca solo y ahora lo experimento nuevamente en una manera tan grande, que me toca el corazón.
        El papa le pertenece a todos, y tantas personas se sienten muy cerca de él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo: jefes de Estado, jefes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura, etc.
        Pero recibo también muchísimas cartas de personas simples que me escriben simplemente desde su corazón y me hacen sentir el afecto que nace del su estar junto a Jesucristo en Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe por ejemplo a un príncipe o a un grande que no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas, o como hijos o hijas, con el sentido de una relación familiar muy afectuoso.
        Aquí se puede tocar con la mano que es la Iglesia -no una organización, no una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Sentir a la Iglesia de esta manera y poder casi tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es un motivo de alegría, en un tiempo en el cual tantos hablan de su ocaso.
        En estos últimos meses he sentido que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me ilumine con su luz para hacerme tomar la decisión más justa, no para mi bien, sino para el bien de la Iglesia. He realizado este paso con plena conciencia de su gran gravedad y también novedad, pero también con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el coraje de hacer elecciones difíciles, sufridas y ponendo siempre delante el bien de la Iglesia y no a nosotros mismos.
        Permítanme volver aquí una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la decisión fue precisamente por el hecho de que a partir de ese momento en adelante, yo estaba empeñado siempre y para siempre por el Señor. Siempre --quien asume el ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. A su vida le viene, por así decir, totalmente quitada la esfera privada.
        He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida propiamente cuando la da. Dije antes que una gran cantidad de gente que ama el Señor, aman también al Sucesor de san Pedro y tienen un alto aprecio por él; y que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas de todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de su comunión; porque él no se pertenece más a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.
        El "siempre" es también un "para siempre" --no es más un retorno a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio, no revoca esto. No regreso a la vida privada, a una vida de viajes, reuniones, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de un modo nuevo ante el Señor Crucificado. No llevo más la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino en el servicio de la oración; permanezco, por así decirlo, en el recinto de san Pedro. San Benito, cuyo nombre porto como papa, me será de gran ejemplo en esto. Él nos ha mostrado el camino para una vida que, activa o pasiva, pertenece por entero a la obra de Dios.
        También doy las gracias a todos y cada uno por su respeto y la comprensión con la que han acogido esta importante decisión. Voy a seguir acompañando el camino de la Iglesia mediante la oración y la reflexión, con la dedicación al Señor y a su Esposa, que traté de vivir hasta ahora todos los días y que quiero vivir para siempre. Les pido que me recuerden delante de Dios, y sobre todo de orar por los cardenales, que son llamados a una tarea tan importante, y por el nuevo sucesor del apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe con la luz y el poder de su Espíritu.
        Invoco la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a Ella nos acogemos, con profunda confianza.
        ¡Queridos amigos y amigas! Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, y especialmente en los tiempos difíciles. Nunca perdamos esta visión de fe, que es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. En nuestro corazón, en el corazón de cada uno de ustedes, que exista siempre la certeza gozosa de que el Señor está cerca, que no nos abandona, que está cerca de nosotros y nos envuelve con su amor. ¡Gracias!
        Asimismo, doy gracias a Dios por sus dones, y también a tantas personas que, con generosidad y amor a la Iglesia, me han ayudado en estos años con espíritu de fe y humildad. Agradezco a todos el respeto y la comprensión con la que han acogido esta decisión importante, que he tomado con plena libertad. Desde que asumí el ministerio petrino en el nombre del Señor he servido a su Iglesia con la certeza de que es Él quien me ha guiado. Sé también que la barca de la Iglesia es suya, y que Él la conduce por medio de hombres. Mi corazón está colmado de gratitud porque nunca ha faltado a la Iglesia su luz. En este Año de la fe invito a todos a renovar la firme confianza en Dios, con la seguridad de que Él nos sostiene y nos ama, y así todos sientan la alegría de ser cristianos.
        Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y de los países latinoamericanos, que hoy han querido acompañarme. Os suplico que os acordéis de mí en vuestra oración y que sigáis pidiendo por los Señores Cardenales, llamados a la delicada tarea de elegir a un nuevo Sucesor en la Cátedra del apóstol Pedro. Imploremos todos la amorosa protección de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia. Muchas gracias. Que Dios os bendiga.

La grandeza de ciertas "rutinas"

El anillo de oro
Fernando Pascual, L.C.




        Una niña de nueve años expresa con el canto su felicidad, su gozo de poder salir a pasear con su padre. Le impresiona especialmente algo que toca entre los dedos de papá. Algo que nunca se quita, que lleva en la ciudad y en el campo, cuando va al trabajo y cuando recoge los juguetes de los niños. ¿De qué se trata? De un anillo de oro.
        Ese anillo, para la niña cantante, es fuente de seguridad y de paz. Lo toca, lo acaricia, lo busca cuando vuelve a tomar la mano de papá. Sabe que ese anillo indica algo especial, algo que vale más que los juguetes, que la casa, que las vacaciones. Es un don del amor, que brilla como una estrella, que da un color distinto al mundo y a la vida.
        Los niños descubren valores profundos en objetos que, quizá, han perdido para los mayores parte de su sentido original. Para un niño el anillo puede llegar a ser señal de cariño, prenda de un amor sincero. Para el padre o para la madre, quizá el anillo se ha convertido en una rutina, en algo que está allí, casi como un hábito que ya no suscita lo que al inicio recordaba: que uno estaba enamorado, que uno había dado toda su alma, toda su vida, al otro, a la otra.
        Esta canción, presentada en un concurso italiano el año 2004, puede servirnos para mirar hacia dentro, para ver nuestro corazón. ¿Qué es lo que ama? ¿Por qué trabaja? ¿A dónde va? ¿Cuáles son sus sueños y sus conquistas?
        A todos nos gustaría sentirnos frescos, como los enamorados. Valorar cada detalle a la luz de una entrega que fue prometida como eterna, y que puede marchitarse poco a poco. Limpiar cada mañana el anillo para que su presencia en la mano espolee y reavive una donación que está llamada a crecer cada día, a madurar, a ser completa, sin límites.
La canción concluía con estas palabras:
“Es más que cualquier riqueza,
es más que cualquier tesoro...
Es un don del amor, ese anillo de oro”.

        “Es un don del amor”. Hace falta recordarlo. Para que ese amor que une a los esposos y a los padres con los hijos sea siempre fresco y limpio, entusiasta y generoso. Sea, como el anillo, algo que nunca se deja, porque todos quieren vivir en el amor, vivir en la plenitud de una familia unida y feliz.

viernes, 1 de marzo de 2013

Sede vacante

Desde ayer a las 20:00 la Iglesia Católica está en sede vacante... ¡No tenemos Papa!. Y no nos hemos muerto. Efectivamente la figura de Pedro es muy importante y el ministerio petrino es esencial a la Iglesia. dicen los Santo Padres que es la roca de la que ha sido tallada nuesta fe, es el ministerio que garantiza la Unidad de la Iglesia. Es quien nos conecta, junto con todos los obispos de la Iglesia Universal, a los Apóstoles y al mismo Cristo.

Este escudo es emblemático de la Santa Sede. El primer Papa que llevó consigo un conopeo junto a sus armas fue Alejandro VI como signo del poder temporal del Papado. En las basílicas se encuentra a uno de los lados del presbiterio un conopeo cerrado que sólo puede ser abierto cuando el Papa ha entrado en la misma. Es signo de la protección de Dios sobre la Iglesia y en esta época en la ue podemos sentirnos un poco huérfanos no viene nada mal que el escudo pontificio sea la sombra de Dios protegiendo las llaves de Pedro hasta que tengamos un nuevo Papa.

No podemos estar mucho tiempo en esta situación. Es un momento delicado para rezar por el nuevo pontífice. Esta palabra, "pontífice", significa "hacedor de puentes". El pontífice es el sacerdote, el que establece un puente entre el Creador y sus criaturas. en este caso, no puede referirse mejor al ministerio de Pedro, el que hace cabeza en nombre de Cristo. Si a alguien tenemos que obedecer como si del mismo Cristo se tratase es a nuestro obispo y con él y por encima de él al santo Padre que salga elegido en el Cónclave, auqnue sea feo, aunuqe tenga una parálisis facial, aunque no me caiga bien, pee a que no sea de mi cuerda.

¿Y si sale un Papa progre? ¿Y si es más carca que el amianto? Me da igual, el Espíritu Santo no dejará que perjudique a la Iglesia. Más daño se produce por la desobediencia. La soberbia de pensar que sabemos más que el Papa, la soberbia de juzgar a los obispos y a los cardenales...

Perdonadme, hace poco he estado hablando con una persona que no se fía en absoluto de la Iglesia porque no se fía en absoluto de Dios porque cree que nuestro pecado es más grande que la fuerza de Dios. Sinceramente, hay un protestantismo brutal en algunos sectores eclesiales. No tanto porque se dude de los sacramentos, que ése es otro cáncer dentro de la Iglesia, sino porque se duda de la acción de Dios en las mediaciones humanas. Una especie de catarismo en el que yo me pongo a juzgar a todos y a juzgar su valentía, cuando no soy capaz de defender públicamente a la Iglesia en mis ambientes.

Al final lo único que sé es que todos tenemos un deber de obediencia a la Iglesia, no sólo los sacerdotes, sino todos los bautizados. Que algunas decisiones me pueden parecer equivocadas, pero que mientras que no me manden hacer un pecado, obedeceré.

Nuestro obispo diocesano nos ha mandado que vayamos a la Javierada con la Deleju. Lo que me parece un error garrafal porque no vamos a poder rezar, ni confesar a todos, como podríamos hacer si nos dejaran desarrollar nuestro plan. Me parece un error, sí. ¿Qué voy a hacer? Obedecer, rezar y dentro de las posibilidades que me dan, haré el plan que creo mejor. Iré con la Deleju, pero en ocasiones, mientras nos dan tiempo libre, me reuniré con los míos para rezar tranquilamente y para confesarles durante el camino. Quien obedece no se equivoca, pero dentro de la obediencia quedan muchos márgenes que se pueden aprovechar. Incluirnos en el plande la Deleju, ni significa que no podamos hacer nada más.

Además, ¿y si el obispo tiene razones que yo desconozco y uniéndome a ese plan al final resulta que es una maravilla? Por eso, siempre es mejor obedecer. ¿Y si me mandan a un archivo del obsipado y no puedo tener un ministerio sacerdotal público? Pues nunca me prohibirán celebrar la Misa, aunque sea solo. Con eso, mi sacerdocio ya está justificado. Se trata de hacer lo que Dios me pida y Dios me pide las cosas muchas veces a través de hombres que pueden equivocarse. Sí, pero si obedezco, en lo que no sea pecado, quien no se equivoca soy yo.

Por eso, realmente me da igual quién sea el Papa, lo que me importa es que por encima del Papa está Dios y Dios me protege a través de la sombrilla del Papa. No me importan a quien elijan. No me hago con dossieres para ver quiénes son los papables. Lo único que me interesa es tener un Papa cuanto antes y obedecerle.

Un abrazo