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viernes, 28 de febrero de 2014

3ª predicación de adviento del P. Raniero Cantalamessa al Papa: “Francisco de Asís en Navidad hacía locuras literalmente”

Escrito por Redacción. Publicado en Meditaciones del P. Raniero Cantalamessa.
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“Francisco quería que en este día los pobres y los mendigos fuesen saciados por los ricos, y que los bueyes y los asnos recibiesen una ración de comida y heno más abundante de lo habitual
21 de diciembre de 2013.- (Radio Vaticano  / Camino Católico) Este viernes por la mañana, El Santo Padre Francisco asistió el viernes, 20 de diciembre, por la mañana, a las 9.00 en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico del Vaticano a la tercera meditación de Adviento del Padre Raniero Cantalamessa.
En esta ocasión el P. Cantalamessa se refirió al misterio de la Encarnación contemplado con los ojos de Francisco de Asís. En esta última medicación de Adviento el predicador abordó cuatro puntos referidos a Greccio y la institución del pesebre; La Navidad y los pobres; Amar, socorrer, evangelizar a los pobres y la alegría en los cielos y en la tierra.
Para Francisco de Asís, la Navidad no era sólo una ocasión para llorar sobre la pobreza de Cristo; era también la fiesta que tenía el poder de hacer estallar toda la capacidad de alegría que tenía en su corazón, y que era inmensa. En Navidad él, literalmente, hacía locuras. El texto completo de la meditación es el siguiente:
EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN CONTEMPLADO
CON LOS OJOS DE FRANCISCO DE ASÍS
1. Greccio y la institución del pesebre
Todos conocemos la historia de Francisco que en Greccio, tres años antes de su muerte, comenzó la tradición navideña del pesebre; pero es bonito recordarla, brevemente, en esta circunstancia. Escribe el Celano:
“Unos quince días antes de la Navidad del Señor, el bienaventurado Francisco  llamó un cierto Juan, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos  lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno. […] Llegó el día, día de alegría, de exultación. El santo de Dios viste los ornamentos de diácono , pues lo era, y con voz sonora canta el santo Evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel” [1].
La importancia del episodio no está tanto en el hecho en sí mismo ni en el espectacular continuación que ha tenido en la tradición cristiana; está en la novedad que revela a propósito de la comprensión que el santo tenía del misterio de la encarnación. La insistencia demasiado unilateral, y a veces incluso obsesiva, sobre los aspectos ontológicos de la Encarnación (naturaleza, persona, unión hipostática, comunicación de los idiomas) había hecho perder a menudo de vista la verdadera naturaleza del misterio cristiano, reduciéndolo a un misterio especulativo, de formular con categorías cada vez más rigurosas, pero muy lejos del alcance de las personas.
Francisco de Asís nos ayuda a integrar la visión ontológica de la Encarnación, con la más existencial y religiosa. No importa, de hecho, saber solo que Dios se ha hecho hombre; importa también saber que tipo de hombre se ha hecho. Es significativo la forma distinta y complementaria en la que Juan y Pablo describen el evento de la encarnación. Para Juan, consiste en el hecho de que el Verbo que era Dios se ha hecho carne (cf. Jn 1, 1-14): para Pablo, consiste en el hecho de que "Cristo, siendo de naturaleza divina, ha asumido la forma de siervo y se ha humillado a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte" (cf. Fil 2, 5 ss). Para Juan, el Verbo, siendo Dios, se ha hecho hombre; para Pablo "Cristo, de rico que era, se ha hecho pobre" (cf. 2 Cor 8, 9).
Francisco de Asís se sitúa en la línea de san Pablo. Más que sobre la realidad ontológica de la humanidad de Cristo (en la cual cree firmemente junto a toda la Iglesia), insiste, hasta la conmoción, sobre la humildad y la pobreza de esta. Dicen las fuentes, que había dos cosas que tenían el poder de conmoverlo hasta las lágrimas cada vez que oía hablar de ellas:  “la humildad de la encarnación de la caridad de la pasión” [2]. “No recordaba sin lágrimas la penuria que rodeó aquel día a la Virgen pobrecilla. Una vez que se sentó a comer le dijo un hermano que la Santísima Virgen era tan pobrecilla, que a la hora de comer no tenía nada que dar a su Hijo. Oyendo esto el varón de Dios, suspiró con gran angustia, y, apartándose de la mesa, comió pan sobre la desnuda tierra” [3] .
Francisco dio de nuevo así "carne y sangre" a los misterios del cristianismo a menudo "desencarnados" y reducidos a conceptos y silogismos en las escuelas teológicas y en los libros. Un estudioso alemán vio en Francisco de Asís aquel que ha creado las condiciones para el nacimiento del moderno renacimiento del arte, en cuanto que disuelve personas y eventos sagrados de la rigidez estilizada de pasado y les confiere concreción y vida[4].
2. La Navidad y los pobres
La distinción entre el hecho de la encarnación y el modo de ésta, entre su dimensión ontológica y la existencial, nos interesa porque arroja una luz singular sobre el problema actual de la pobreza y de la actitud de los cristianos hacia ella. Ayuda a dar un fundamento bíblico y teológico a la elección preferencial por los pobres, proclamada en el Concilio Vaticano II. Si de hecho por el hecho de la encarnación, el Verbo tiene, en cierto sentido, asumido a cada hombre, como decían ciertos Padres de la Iglesia, por el modo en el que ha sucedido la encarnación, él ha asumido, de una forma particular, el pobre, el humilde, el que sufre, hasta el punto de identificarse con él.
Ciertamente, en el pobre no se tiene el mismo género de presencia de Cristo que se tiene en la Eucaristía o en otros sacramentos, pero se trata de una presencia también "real". Él ha instituido este signo, como ha instituido la Eucaristía. Él que pronunció sobre el pan las palabras: "Esto es mi cuerpo", dijo estas mismas palabras también sobre los pobres. Lo ha dicho cuando, hablando de lo que se ha hecho, o no se ha hecho, por el hambriento, el sediento, el prisionero, el desnudo y el exiliado, declaró solemnemente: "Lo habéis hecho a mí", y "no lo habéis hecho a mí". Esto de hecho equivale a decir: "Esa persona realmente rota, necesitada de un poco de pan, ese anciano que moría entumecido por el frío sobre la acera, ¡era yo!". "Los padres conciliares - escribió Jean Guitton, observador laico del Vaticano II - han redescubierto el sacramento de la pobreza, la presencia de Cristo bajo la especie de aquellos que sufren"[5].
No acoge plenamente a Cristo quien no está dispuesto a acoger al pobre con el que él se ha identificado. Quien, al momento de la comunión, se siente lleno de fervor al recibir a Cristo, pero tiene el corazón cerrado a los pobres, se asemeja, diría san Agustín, a uno que ve venir de lejos un amigo que no ve desde hace años. Lleno de alegría, corre hacia él, se pone de puntillas para besarle la frente, pero al hacerlo no se da cuenta que le está pisando con zapatos de clavos. Los pobres de hecho son los pies desnudos que Cristo tiene todavía posados sobre la tierra.
El pobre es también él un "vicario de Cristo", uno que toma el lugar de Cristo. Vicario, en sentido pasivo, no activo. No en ese sentido, es decir, que lo que hace el pobre es como si lo hiciera Cristo, si no en el sentido que lo que se hace al pobre es como si se le hiciese a Cristo. Es verdad, como escribe san León Magno, que después de la ascensión, "todo lo que era visible de nuestro Señor Jesucristo ha pasado en las signos sacramentales de la Iglesia"[6], pero también es verdad que, desde el punto de vista existencial, esto ha pasado también en los pobres y en todos aquellos con los que él dijo: "Lo habéis hecho a mí".
Vemos la consecuencia que deriva de todo esto en el plano de la eclesiología. Juan XXIII, en ocasión del Concilio, usó la expresión "Iglesia de los pobres"[7]. Esta expresión reviste un significado que va quizá más allá de lo que se entiende a primera vista. ¡La Iglesia de los pobres no está constituida solo por los pobres de la Iglesia! En un cierto sentido, todo los pobres del mundo, estén bautizados o no, le pertenecen. Su pobreza y sufrimiento es su bautismo de sangre. Si los cristianos son aquellos que han sido "bautizados en la muerte de Cristo" (Rom 6, 3), ¿quién está más bautizado en la muerte de Cristo que ellos?
¿Cómo no considerarles, en cierto modo, Iglesia de Cristo, si Cristo mismo les ha declarado su cuerpo? Ellos son "cristianos", no porque se declaren pertenecientes a Cristo, sino porque Cristo les ha declarado pertenecientes a si mismo: "¡Lo habéis hecho a mí!" Si hay un caso en el que la controvertida expresión "cristianos anónimos" puede tener una aplicación plausible, es precisamente este de los pobres.
La Iglesia de Cristo es por tanto inmensamente más grande de lo que dicen las estadísticas actuales. No por decirlo así, sin más, si no, realmente. Ninguno de los fundadores de religiones se ha identificado con los pobres como ha hecho Jesús. Ninguno ha proclamado: "Todo lo que habéis hecho a uno solo de estos mis hermanos pequeños, lo habéis hecho a mí" (Mt 25, 40), donde el "hermano pequeño" no indica solo el creyente en Cristo, sino como es admitido por todos, cada hombre.
De ello se desprende que el Papa, vicario de Cristo, es realmente el "padre de los pobres", el pastor de este rebaño inmenso, y es una alegría y un estímulo para todo el pueblo cristiano ver cuánto este rol ha sido tomado en el corazón de los últimos Sumos Pontífices y de una forma particular del pastor que se sienta hoy en la cátedra de Pedro. Él es la voz más autorizada que se levanta en su defensa. La voz de los que no tienen voz. ¡Realmente no "se ha olvidado de los pobres"!
Lo que el Papa escribe, en la reciente exhortación apostólica, sobre la necesidad de no quedar indiferentes frente al drama de la pobreza en el mundo globalizado de hoy, me ha hecho venir a la mente una imagen. Nosotros tendemos a meter, entre nosotros y los pobres, dobles ventanas. El efecto de las dobles ventanas, muy usado hoy en los edificios, impide el paso del frio, del calor y del ruido, disuelve todo, hace llegar todo amortiguado, apagado. Y de hecho vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar detrás de la pantalla de la televisión, en las páginas de los periódicos y de las revista misioneras, pero su grito nos llega como de muy lejos. No nos penetra en el corazón. Lo digo con mi propia confusión y vergüenza. La palabra: "¡los pobres!” provoca, en los países ricos, lo que provocaba en los antiguos romanos el grito "¡los bárbaros": el desconcierto, el pánico. Ellos se afanaban en construir murallas y en enviar ejércitos a las fronteras para mantenerlos a raya; nosotros hacemos lo mismo, de otros modos. Pero la historia dice que todo es inútil.
Lloramos y nos quejamos - ¡y con razón! - por los niños a quienes se impide nacer, ¿pero no hay que hacer lo mismo por los millones de niños que nacen y están condenados a muerte por el hambre, las enfermedades, niños que se ven obligados a ir a la guerra y matar a otros, por intereses a los qué no resultan extraños hombres de negocio de los países ricos? ¿No será porque los primeros pertenecen a nuestro continente y tienen nuestro mismo color, mientras que los segundos pertenecen a otro continente y tienen un color diferente? Protestamos - ¡y con mucha razón! - por los ancianos, los enfermos, los deformes ayudados (a veces forzados) a morir con la eutanasia; ¿pero no deberíamos hacer lo mismo por los ancianos que mueren congelados de frío o abandonados a su suerte? La ley liberal "vive y deja vivir" nunca debe convertirse en la ley de "vive y deja morir", como sin embargo está sucediendo en el mundo.
Por supuesto, la ley natural es santa, pero es  precisamente para tener la fuerza de aplicarla por lo que necesitamos recomenzar desde la fe en Jesucristo. San Pablo ha escrito: "Lo que la ley no podía, rendida impotente a causa de la carne, Dios lo hizo posible, enviando a su Hijo" (Rom 8, 3). Los primeros cristianos, con sus costumbres, ayudaron al estado a cambiar sus leyes; los cristianos de hoy no podemos hacer lo contrario y pensar que es el estado con sus leyes quien tiene que cambiar las costumbres de la gente.
3. Amar, auxiliar y evangelizar a los pobres
La primera cosa que es necesario hacer respecto a los pobres, es entonces  romper los cristales aislantes, superar la indiferencia y la insensibilidad. Debemos, como justamente nos exhorta el Papa, “darnos cuenta” de los pobres, dejarnos tomar por una sana inquietud ante su presencia en medio a nosotros, muchas veces a dos pasos de nuestra casa. Lo que debemos hacer en concreto por ellos lo podemos resumir en tres palabras: amarlos, auxiliarlos y evangelizarlos.
Amar a los pobres. El amor por los pobres es una de las características más comunes de la santidad católica. Para el mismo san Francisco, lo hemos visto en la primera meditación, el amor por los pobres, a partir de Cristo pobre, viene antes del amor a la pobreza y fue eso que le llevó a desposar la pobreza. Para algunos santos como san Vicente de Paul, madre Teresa de Calcuta y tantos otros, el amor por los pobres fue incluso el camino a la santidad, su carisma.
Amar a los pobres significa sobretodo respetarlos y reconocerles su dignidad. En ellos, justamente por la falta de otros títulos y distinciones secundarias, brilla con una luz más viva la radical dignidad del ser humano. En una homilía de Navidad hecha en Milán, el cardenal Montini decía: “La visión completa de la vida humana bajo la luz de Cristo ve en un pobre algo más que un necesitado; ve al hermano misteriosamente revestido de una dignidad que obliga a tributarle reverencia, a acogerlo con premura, a compadecerlo más allá del mérito” [8].
Pero los pobres no merecen solamente nuestra conmiseración, se merecen también nuestra admiración. Ellos son verdaderos campeones de la humanidad. Cada año se distribuyen copas, medallas de oro, de plata, de bronce; al mérito, a la memoria o a los ganadores de torneos. Y quizás solamente porque han sido capaces de correr en una fracción menos de segundo que los otros, en los cien, doscientos, o cuatrocientos metros con obstáculos, o por saltar un centímetro más que los otros, o ganar un maratón o un torneo de slalom.
Y si uno observa los “saltos” mortales, los maratones y los slalom que los pobres son capaces de hacer no sólo una vez, pero durante toda la vida, los resultados de los más famosos atletas nos parecerían juegos de niños. ¿Qué es un maratón respecto, por ejemplo, al que hace un hombre rickshaw de Calcuta, el cual al final de la vida hizo a pie el equivalente a diversas vueltas de la tierra, en el calor tremendo, jalando a uno o dos pasajeros por calles maltrechas, entre baches y pozos, zigzagueando entre los autos para no ser atropellado?
Francisco de Asís nos ayuda a descubrir un motivo aún más fuerte para amar a los pobres: el hecho de que ellos no son simplemente nuestros “similares” o nuestro “prójimo”: ¡son nuestros hermanos! Jesús había dicho: “Uno sólo es vuestro Padre celeste y ustedes son todos hermanos” (cf. Mt 23,8-9), pero esta palabra había sido entendida hasta ahora como dirigida solamente a sus discípulos. En la tradición cristiana, hermano en el sentido literal es solamente quien comparte la misma fe y ha recibido el mismo bautismo.
Francisco retoma la palabra de Cristo y le da un alcance universal, que es aquel que seguramente tenía en su mente también Jesús. Francisco ha puesto realmente “todo el mundo en estado de fraternidad” [9]. Llama hermanos no solamente a sus frailes y a los compañeros de la fe, sino también a los leprosos, los ladrones, sarracenos, o sea creyentes y no creyentes, buenos o malos, especialmente a los pobres. Novedad ésta absoluta, extiende el concepto de hermano y hermana también a las criaturas inanimadas: el sol, la luna, la tierra, el agua y hasta a la muerte. Esta evidentemente es poesía más que teología. El santo sabe bien que entre ellas y las criaturas humanas hechas a imagen de Dios, existe la misma diferencia que entre el hijo de un artista y las obras por él creadas. Pero es que el sentido de fraternidad universal del Pobrecillo no tiene confines.
Esto de la fraternidad es la contribución específica que la fe cristiana puede dar para reforzar en el mundo la paz y la lucha contra la pobreza, como sugiere el tema de la próxima Jornada Mundial de la Paz, “Fraternidad, fundamento y vía hacia la paz”. Si pensamos bien, ese es el único fundamento verdadero y no una veleidad. ¿Qué sentido tiene de hecho hablar de fraternidad y de solidaridad humana, si se parte de una cierta visión científica del mundo que conoce, como únicas fuerzas en acción en el mundo, “el caso y la necesidad”? Si se parte, en otras palabras, desde una visión filosófica como la de Nietzsche, según la cual “el mundo no es que voluntad de potencia y cada intento de oponerse a esto es solamente el signo del resentimiento de los débiles contra los fuertes”. Tiene razón quien dice que “si el ser es solamente caos y fuerza, la acción que busca la paz y la justicia está destinada inevitablemente a quedarse sin fundamento” [10]. Falta en este caso una razón suficiente para oponerse al liberalismo desenfrenado y a la “inequidad” denunciada con fuerza por el papa en la exhortación Evangelii gaudium.
Al deber de amar y respetar a los pobres, le sigue el de auxiliarlos. Quien nos encamina es san Jacobo. ¿De qué nos sirve tener piedad delante de un hermano o una hermana sin vestidos y sin alimentos si les decimos: “¡Pobrecito, sufres mucho. Ve, caliéntate y sáciate!”, si no le das nada de lo que necesita para calentarse y nutrirse? La compasión, como la fe, sin obras está muerta (cf. Gc 2, 15-17). Jesús en el juicio no dirá: “Estaba desnudo y se compadecieron”; sino “Estaba desnudo y me han vestido”. No hay que tomársela con Dios ante la miseria del mundo, sino con nosotros mismos.  Un día viendo a una niña que temblaba de frío y que lloraba por el hambre, un hombre fue tomado por un impulso de rebelión y gritó: “Oh Dios, ¿dónde estás? ¿Por qué no haces algo por aquella criatura inocente?”. Cuando una voz interior le respondió: “¡Claro que he hecho algo, te he hecho a ti!. Y entendió inmediatamente.
Hoy, sin embargo, ya no es suficiente simplemente la limosna. El problema de la pobreza se ha vuelto planetario. Cuando los Padres de la Iglesia hablaban de los pobres pensaban en los pobres de su ciudad, o al máximo en los de la ciudad vecina. No conocían otra cosa si no muy vagamente y, por otra parte si la hubieran conocido, hacer llegar ayudas hubiera sido aún más difícil, en una sociedad como aquella. Hoy sabemos que esto no es suficiente, a pesar de que nada nos dispensa de hacer lo que podamos también a este nivel individual.
El ejemplo de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo nos muestra que hay tantas cosas que se pueden hacer para socorrer, cada uno según sus propios medios y posibilidades, los pobres y promover su elevación. Hablando del “grito de los pobres”, en la Evangelica testificatio, Pablo VI decía de modo particular a nosotros religiosos: “Induce a algunos de vosotros a unirse a los pobres en su condición, a compartir sus ansias punzantes. Invita, por otra parte, a no pocos de vuestros Institutos a convertir algunas de sus obras propias en servicio de los pobres”[11].
Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo que existe entre ricos y pobres en el mundo es el deber más urgente y más ingente que el milenio que ha concluido hace poco ha entregado al nuevo milenio en el que hemos entrado. Esperamos que no sea todavía el problema número uno que el milenio presente deja en herencia a el sucesivo.
Finalmente, evangelizar a los pobres. Esta fue la misión que Jesús reconoció como la suya por excelencia: “El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18) y que indicó como signo de la presencia del Reino a los invitados del Bautista: “A los pobres es anunciada la buena noticia” (Mt 11, 15). No debemos permitir que nuestra mala conciencia nos empuje a cometer la enorme injusticia de privar de la buena noticia a aquellos que son los primeros y más naturales destinatarios. Tal vez, poniendo como excusa, el proverbio que dice "el vientre hambriento no tiene oídos".
Jesús multiplicaba los panes junto con la palabra, más bien antes administraba, a veces durante tres días seguidos, la Palabra y después se preocupaba también de los panes. No sólo de pan vive el pobre, sino también de esperanza y de toda palabra que sale de la boca de Dios. Los pobres tienen el derecho sacrosanto de escuchar el Evangelio en su totalidad, no en la edición abreviada o polémica; el evangelio que habla del amor a los pobres, pero no del odio a los ricos.
4. Alegría en los cielos y alegría en la tierra
Terminamos en otro tono. Para Francisco de Asís, la Navidad no era sólo la oportunidad de llorar sobre la pobreza de Cristo; era también la fiesta que tenía el poder de hacer estallar toda la capacidad de alegrarse que había en su corazón, y era inmensa. En Navidad él hacía locuras literalmente.
 “Quería que en este día los pobres y los mendigos fuesen saciados por los ricos, y que los bueyes y los asnos recibiesen una ración de comida y heno más abundante de lo habitual. Si podré hablar con el emperador -decía- le suplicaré que emane un edicto general, por lo que todos aquellos que tienen la posibilidad, deban esparcir por las calles trigo y cereales, por lo que en un día de tanta solemnidad los pajaritos y particularmente las hermanas alondras tengan en abundancia”[12].
Se convertía como en uno de esos niños que están con los ojos llenos de admiración delante del pesebre. “Durante la función navideña en Greccio, cuenta el biógrafo, cuando pronunciaba el nombre ‘Belén’ se llenaba la boca de voz y todavía más de tierno afecto, produciendo un sonido como el balar de la oveja. Y cada vez que decía ‘Niño de Belén’ o ‘Jesús’, pasaba la lengua sobre los labios, casi para disfrutar y retener toda la dulzura de esas palabras”.
Hay un canto navideño que expresa perfectamente los sentimientos de San Francisco delante del pesebre y no es de extrañar si tenemos en cuenta que ha sido escrito, letra y música, por un santo como él, san Alfonso María de Ligorio. Escuchándolo en el tiempo navideño, dejémonos conmover por su mensaje simple pero esencial:
Bajas de las estrellas o Rey del Cielo,
y vienes en una gruta al frío y al hielo…
A ti que eres del mundo el Creador,
faltan vestido y fuego, o mi Señor.
Querido elegido niñito, cuánto esta pobreza
me inspira amor para ti,
luego que el amor te hizo aún más pobre.
Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad!
Raniero Cantalamessa, ofmcap.
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[1] Celano, Vida Primera, 84-86 .
[2] Ib. 30.
[3] Celano, Vida Segunda, 151.
[4] H. Thode, Francisco de Asís y los inicios del arte del Renacimiento en Italia, Berlín 1885.
[5] J. Guitton, cit. por R. Gil, Presencia de los pobres en el concilio, en “Proyección” 48, 1966, p.30.
[6] S. León Magno, Discurso 2 sobre la Ascensión, 2 (PL 54, 398).
[7] En AAS 54, 1962, p. 682.
[8] Cf. El Jesús de Pablo VI, editado por V. Levi, Milán 1985, p. 61.
[9] P. Damien Vorreux, San Francisco de Asís, Documentos, París 1968, p. 36.
[10] V. Mancuso, en La Repubblica, Viernes 4 de octubre de 2013.
[11] Pablo VI, Evangelica testificatio, 18 (Ench. Vatic., 4, p.651).
[12] Celano, Vida Segunda,  151.

Segunda meditación de adviento de Cantalamessa

15 de diciembre de 2013.- (Radio Vaticano  / Camino Católico) Este pasado viernes, 13 de diciembre,  por la mañana, el Papa Francisco asistió, junto a la Curia Romana, a la segunda predicación de Adviento en la Capilla Redemptoris Mater del Vaticano. Como en otras ocasiones, el sermón fue pronunciado por el predicador de la Casa Pontificia, padre Raniero Cantalamessa. El fraile capuchino tituló su reflexión de adviento en preparación a la Navidad: “La humildad como verdad y como servicio en Francisco de Asís”. El texto completo de la meditación es el siguiente:
LA HUMILDAD COMO VERDAD Y COMO SERVICIO EN FRANCISCO DE ASÍS
1. Humildad objetiva y humildad subjetiva
Francisco de Asís, hemos visto la vez pasada, es la demostración viviente de que la reforma más útil de la Iglesia es la del camino de santidad, que consiste siempre en un valiente regreso al Evangelio y que debe comenzar por uno mismo.
En esta segunda meditación quisiera profundizar sobre un aspecto del regreso al Evangelio, una virtud de Francisco. Según Dante Alighieri, toda la gloria de Francisco depende de su “haberse hecho pequeño”, es decir de su humildad. ¿Pero en qué ha consistido la proverbial humildad de san Francisco?
En todas las lenguas, a través de las cuales ha pasado la Biblia para llegar hasta nosotros, es decir en hebreo, en griego, en latín y en castellano, la palabra "humildad" tiene dos significados fundamentales: uno objetivo que indica bajeza, pequeñez o miseria de hecho y uno subjetivo que indica el sentimiento y el reconocimiento que se tiene de la propia pequeñez. Este último es lo que entendemos por virtud de la humildad.
Cuando en el Magníficat María dice: “Ha mirado la humildad (tapeinosis) de su sierva”, entiende humildad en el sentido objetivo, ¡no subjetivo! Por esto muy oportunamente en distintas lenguas, por ejemplo en alemán, el término es traducido por “pequeñez” (Niedrigkeit). ¿Cómo se puede imaginar, además, que María exalta su humildad y atribuya a ésta la elección de Dios, sin, con eso mismo, destruir la humildad de María? Y también a veces se ha escrito incautamente que María no atribuye a si misma ninguna otra virtud si no la de la humildad, como sí, de tal modo, se hiciese un gran honor, y no un gran mal a tal virtud.
La virtud de la humildad tiene un estatuto especial: la tiene quien no cree tenerla, no la tiene quien cree tenerla. Solo Jesús puede declararse “humilde de corazón” y serlo verdaderamente; esta, veremos, es la única e irrepetible característica de la humildad del hombre-Dios. Por tanto, ¿María no tenía la virtud de la humildad? Claro que la tenía y en el grado más alto, pero esto lo sabía solo Dios, ella no. Precisamente esto es lo que constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que su perfume es percibido solo por Dios, no por quien lo emana. San Bernardo escribió: “El verdadero humilde quiere ser considerado vil, non proclamado humilde” (i). Las Florecillas refieren en relación con esto un episodio significativo, y en el fondo, ciertamente histórico.
Un día, al volver San Francisco del bosque, donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su humildad; le salió al encuentro y le dijo cuasi bromeando: “¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?” “¿Qué quieres decir con eso?”, repuso San Francisco. Y el hermano Maseo: "Me pregunto ¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?". Al oír esto, San Francisco sintió una grande alegría de espíritu, […], se dirigió al hermano Maseo y le dijo: ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo” (ii).
2. La humildad como verdad
La humildad de Francisco tiene dos fuentes de iluminación, una de naturaleza teológica y una de naturaleza cristológica. Reflexionamos sobre la primera. En la Biblia encontramos actos de humildad que no salen del hombre, de la consideración de la propia miseria o del propio pecado, sino que tienen como única razón Dios y su santidad. Tal es la exclamación de Isaías “Soy un hombre de labios impuros”, frente a la manifestación imprevista de la gloria y de la santidad de Dios en el templo (Is 6, 5 s); tal es también el grito de Pedro después de la pesca milagrosa: “¡Aléjate de mí que soy un pecador!” (Lc 5,8).
Estamos delante de la humildad esencial, la de la criatura que toma conciencia de sí delante de Dios. Hasta que la persona se mide con sí mismo, con los otros o con la sociedad, no tendrá nunca la idea exacta de lo que es; le falta la medida. “¡Qué acento infinito, ha escrito Kierkegaard, cae sobre el yo en el momento en el que obtiene como medida a Dios” (iii). Francisco poseía de forma eminente esta humildad. Una máxima que repetía a menudo era: “Lo que un hombre es delante de Dios, eso es, nada más” (iv).
Las Florecillas cuentan que una noche, el hermano León quería espiar de lejos lo que hacía Francisco durante su oración nocturna en el bosque de La Verna y de lejos le oía murmurar largo rato algunas palabras. El día siguiente el santo lo llamó, y después de reprenderlo amablemente por haber desobedecido su orden, le reveló el contenido de su oración:
“Sepas, fray Ovejuela de Dios, que cuando yo hablaba lo que oíste, me eran manifestadas dos luces: la del propio conocimiento y la del conocimiento del Creador. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», en la luz de la contemplación veía el abismo de la infinita bondad y sabiduría y potencia de Dios, y cuando decía: «¿Qué soy yo?», era en la luz de la contemplación con la cual veía el profundo valle lacrimoso de mi vileza y miseria” (v).
Era eso que pedía a Dios san Agustín y que consideraba la suma de toda la sabiduría: “Noverim me, noverim te. Que yo me conozca a mí y que yo te conozca a ti; que yo me conozca a mí por humillarme y que yo te conozca a ti por amarte” (vi).
El episodio del hermano León está ciertamente adornado, como siempre en las Florecillas, pero el contenido corresponde perfectamente a la idea que Francisco tenía de sí y de Dios. Es una prueba el inicio del cántico de las criaturas con la distancia infinita que pone entre Dios “altísimo, omnipotente, buen Señor, a quien se debe la alabanza, la gloria, el honor y la bendición” y el mísero moral que no es digno ni siquiera de "nombrar" a Dios, es decir, de pronunciar su nombre.
En esta luz, que he llamado teológica, la humildad nos aparece esencialmente como verdad. “Me preguntaba un día, escribió santa Teresa de Ávila, por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino en mente de improviso, sin ninguna reflexión mía, que debe ser porqué él es suma de Verdad y la humildad es verdad” (vii).
Es una luz que no humilla, sino al contrario, da alegría inmensa y exalta. Ser humilde de hecho no significa estar descontentos de sí y tampoco reconocer la propia miseria y la propia pequeñez. Es mirar a Dios antes que a sí mismo y medir el abismo que separa el finito del infinito. Más se da uno cuenta de esto, más se hace humilde. Por tanto, se comienza a regocijar de la nada, ya que es gracias a esto que se puede ofrecer a Dios un rostro cuya pequeñez y cuya miseria ha fascinado desde la eternidad el corazón de la Trinidad.
Una gran discípula del Pobrecillo, que Papa Francisco ha proclamado santa hace poco, Angela da Foligno, cercana a la muerte exclamó: “¡Oh nada desconocida, oh nada desconocida! El alma no puede tener una visión mejor en este mundo que contemplar la propia nada y vivir en ésta como en la celda de una cárcel” (viii). Hay un secreto en este consejo, una verdad que se aprende por experiencia. Se descubre entonces que existe de verdad esa celda y que se puede entrar realmente cada vez que se quiera. Ésta consiste en el sentimiento quieto y tranquilo de ser una nada delante de Dios, ¡pero una nada amada por él!
Cuando se está dentro de la celda de esta cárcel luminosa, no se ven más los defectos del prójimo, o se ven con otra luz. Se entiende que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y que parece, a primera vista, excesivo es decir “considerar a todos los otros superiores a sí” (cf Fil 2, 3), o al menos se entiende cómo esto puede haber sido posible para los santos.
Cerrarse en esta cárcel es diferente a cerrarse en sí mismo; es, sin embargo, abrirse a los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. El contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es la victoria sobre uno de los males que también la psicología moderna juzga fatal para la persona humana: el narcisismo. En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un momento, todos los lazos infinitos del enemigo en el suelo y dijo gimiendo: “¿Quién podrá evitar todos estos lazos? y escuchó una voz responderle: “¡Antonio, la humildad!” (ix). “Nada, escribió el autor de la Imitación de Cristo, conseguirá hacer exaltarse a aquel que está fijado firmemente en Dios” (x).
3. La humildad como servicio de amor
Hemos hablado de la humildad como verdad de la creatura delante de Dios. Paradojalmente lo que entretanto llena más de estupor el alma de Francisco no es la grandeza de Dios, pero su humildad. En las Laudi di Dio Altissimo que se conservan escritas por su puño en Asís, entre las perfecciones de Dios - “Tú eres santo. Tú eres fuerte. Tú eres trino y uno. Tú eres amor, caridad. Tú eres sabiduría...”, en un cierto momento Francisco añade una insólita: “Tú eres humildad”. No es un título puesto por equivocación. Francisco ha aferrado una verdad profundísima sobre Dios que debería de llenarnos también a nosotros de estupor.
Dios es humildad porque es amor. Delante de las creaturas humanas, Dios se encuentra desprovisto de cualquier posibilidad no solamente constrictiva, pero también defensiva. Si los seres humanos eligen, como han hecho, rechazar su amor, él no puede intervenir autoritariamente para imponerse a ellos. No puede hacer otra cosa que respetar el libre arbitrio de los hombres. Los hombres podrán rechazarlo, eliminarlo: él no se defenderá, dejará hacer. O mejor, su manera de defenderse y de defender a los hombres contra su mismo aniquilamiento será la de amar nuevamente y siempre, eternamente. El amor crea por su naturaleza dependencia y la dependencia la humildad. Así es también, misteriosamente, en Dios.
El amor nos da por lo tanto la llave para entender la humildad de Dios: se necesita poca potencia para ponerse en muestra, en cambio se necesita mucha para ponerse a un lado, para borrarse. Dios es esta ilimitada potencia de esconderse de sí y como tal se revela en la encarnación. La manifestación visible de la humildad de Dios es posible tenerla contemplando a Cristo que se pone de rodillas delante a sus discípulos para lavarle los pies -y podemos imaginarlos que esos pies estaban sucios- y aún más cuando reducido a la más radical impotencia en la cruz, sigue amando sin nunca condenar.
Francisco ha acogido este nexo estrecho entre la humildad de Dios y la encarnación. Veamos aquí algunas de sus palabras de fuego:
“Cada día él se humilla, como cuando de su sede real descendió en el vientre de la Virgen; cada día él mismo viene hacia nosotros en apariencia humilde; cada día desciende del seno del Padre en el altar, en las manos del sacerdote” (xi).
“Oh humildad sublime. Oh sublimidad humilde, que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, así se humille hasta esconderse por nuestra salvación, bajo la poca apariencia del pan. Miren hermanos, la humildad de Dios, y abran delante de él su corazón” (xii).
Hemos descubierto así el segundo motivo de la humildad de Francisco: el ejemplo de Cristo. Es el mismo motivo que Pablo indicaba a los Filipenses cuando les recomendaba de tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús que se “humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la cruz” (Fil 2, 5.8). Antes de Pablo había sido Jesús personalmente a invitar a los discípulos a imitar su humildad: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”” (Mt 11, 29).
¿En qué, nos podríamos interrogar, Jesús nos dice que imitemos su humildad? ¿En qué fue humilde Jesús? Leyendo los evangelios, no encontramos nunca ni siquiera la mínima admisión de culpa sobre la boca de Jesús, ni siquiera cuando conversa con el Padre. Esta es una de las pruebas más escondidas, mismo de las que más convencen, sobre la divinidad de Cristo y de la absoluta unicidad de su conciencia. En ningún santo, en ningún grande de la historia y en ningún fundador de religión, se encuentra una tal conciencia de inocencia”.
Todos reconocen, más o menos de haber cometido algún error y de tener alguna cosa de la cual hacerse perdonar, al menos de Dios. Gandhi, por ejemplo, tenía una conciencia muy aguda de haber, en algunas ocasiones, tomado posiciones equivocadas; tenía también sus remordimientos. Jesús nunca. Él puede decir dirigiéndose a sus adversarios: “¿Quién de ustedes me puede convencer del pecado?”. (Jn 8, 46). Jesús proclama de ser “Maestro y Señor” (cfr Jn 13, 13), de ser más que Abraham, que Moisés, que Jonás, que Salomón. Dónde está por lo tanto la humildad del Señor, para poder decir: “¿Aprenden de mí que soy humilde?
Aquí descubrimos una cosa importante. La humildad no consiste principalmente en ser pequeños, porque se puede ser pequeños sin ser humildes; no consiste principalmente en sentirse pequeños, porque uno pude sentirse pequeño y serlo realmente y esta sería objetividad, pero no aún humildad; sin tomar en cuenta que además el sentirse pequeño e insignificante puede nacer también por un complejo de inferioridad y llevar al replegarse sobre sí mismo y a la desesperación en vez que llevar a la humildad. Por lo tanto la humildad para sí, en el grado más perfecto no está en el ser pequeños, ni en el sentirse pequeños, ni en proclamarse pequeños. Está en el hacerse pequeño y no por cualquier necesidad o utilidad personal, sino por amor, para “elevar” a los demás.
Así fue la humildad de Jesús; él se hizo tan pequeño de “anularse” incluso por nosotros. La humildad de Jesús es la humildad que baja desde Dios y que tiene su modelo supremo en Dios, no en el hombre. En la posición en la cual se encuentra, Dios no puede “elevarse”; nada existe encima de él. Si Dios sale de sí mismo y hace algo fuera de la Trinidad, esto no podrá ser que un rebajarse y un hacerse pequeño; no podrá ser, en otras palabras, que humildad, o como decían algunos Padres griegos, synkatabasis, o sea condescendencia.
San Francisco hace de la “hermana agua” el símbolo de la humildad, definiéndola “útil, humilde, preciosa y casta”. El agua de hecho nunca se “levanta”, nunca “asciende”, pero “desciende” hasta que llega al punto más bajo. El vapor sube y por lo tanto es el símbolo tradicional del orgullo y de la vanidad: el agua desciende y por lo tanto es el símbolo de la humildad.
Ahora sabemos qué quiere decir la palabra de Jesús: “Aprendan de mí que soy humildad”. Es una invitación a hacernos pequeños por amor, a lavar como él los pies de los hermanos. En Jesús vemos además la seriedad de esta opción. No se trata de hecho de descender y hacerse pequeño cada tanto, como un rey que en su generosidad cata tanto se digna de descender entre el pueblo y quizás servirlo en alguna cosa. Jesús se hace “pequeño”, como “se hace carne”, o sea establemente, hasta el fondo. Eligió pertenecer a la categoría de los pequeños y de los humildes.
Este nuevo rostro de la humildad se resume en una palabra: servicio: Un día -se lee en el Evangelio- los discípulos habían discutido entre ellos quien era “el más grande”. Entonces Jesús “habiéndose sentado” -como para dar mayor solemnidad a la lección que estaba por impartir- llamó a sí a los doce y les dijo: “Si uno quiere ser el primero sea el último”. Pero después explica en seguida que entiende por 'último': que sea el 'siervo' de todos. La humildad proclamada por Jesús es por lo tanto servicio. En el Evangelio de Mateo, esta lección de Jesús es acompañada por un ejemplo: “Justamente, como el Hijo del hombre que no vino para ser servido sino para servir” (Mt 20, 28).
4. Una Iglesia humilde
Alguna consideración práctica sobre la virtud de la humildad, tomada en todas sus manifestaciones, tanto respecto a Dios como respecto a los hombres. No debemos ilusionarnos de haber alcanzado la humildad solamente porque la palabra de Dios nos ha conducido a descubrir nuestra nada y nos ha mostrado que tiene que traducirse en servicio fraterno. En qué punto nos encontramos en materia de humildad, se ve cuando la iniciativa pasa de nosotros a los otros, o sea cuando no somos más nosotros a reconocer nuestros defectos y equivocaciones, pero son los otros a hacerlo, cuando no somos solamente capaces de decirnos la verdad, pero también de dejar que nos la digan, de buen grado, los otros. Antes de reconocerse delante a fray Maseo como el más vil de los hombres, Francisco había aceptado en buena medida y por mucho tiempo, las mofas, considerado por amigos y parientes y por todo el pueblo de Asís como un ingrato, un exaltado, uno que no habría logrado hacer nada bueno durante su vida.
A qué punto estamos en la lucha contra el orgullo, se ve, en otras palabras, de acuerdo a como reaccionamos externamente o internamente cuando nos contradicen, corrigen, critican, o nos dejan aparte. Pretender asesinar el propio orgullo golpeándolo nosotros solos, sin que nadie intervenga desde el exterior, es como usar el propio brazo para castigarse uno mismo: nunca hará verdaderamente mal a sí mismo. Es como si un médico quisiera extirparse un tumor por sí mismo.
Cuando yo busco que un hombre me de gloria por algo que digo o hago, es casi seguro que aquel que tengo delante busca recibir gloria de mi parte, por como escucha y por como él responde. Y así sucede que cada uno busca la propia gloria y nadie la obtiene para sí, y si acaso la obtiene no es que 'vanagloria', o sea gloria vacía, destinada a disolverse en humo como la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Le decía a los fariseos: “¿Cómo pueden creer ustedes que pretenden la gloria uno de los otros y no buscan la gloria que viene solamente de Dios?”. (Jn 5, 44).
Cuando nos encontramos involucrados en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, lancemos en la pelea de tales pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo usó y que nos dejó a nosotros: “Yo no busco mi gloria” (Jn 8, 50). La de la humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de ella. El orgullo es capaz de nutrirse sea del mal que del bien; peor aún, al contrario de lo que sucede con los otros vicios, el bien, no el mal, es el terreno de cultivo preferido por este terrible “virus”.
Escribe con argucia el filósofo Pascal:
“La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de milicias, un cocinero, un cargador, se enorgullece y pretende tener sus admiradores, y los mismos filósofos los quieren. Y los que escriben contra la vanagloria aspiran a la vanagloria de haber escrito bien, y quienes leen a la vanagloria de haberlos leídos; y yo que escribo esto nutro quizás el mismo deseo; y quienes me leerán quizás también” (xiii).
Para que el hombre no se “suba en soberbia”, Dios lo fija al piso con una especie de ancla; le pone al lado como a san Pablo un “mensajero de satanás que lo abofetea”, “una espina en la carne” (2 Cor 12,7). No sabemos exactamente que era para el apóstol esta “espina en la carne”, ¡pero sabemos bien lo que es para nosotros! Cada uno que quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes de las cuales uno es llamado constantemente, a veces noche y día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas; una tentación persistente y humillante, quizás justamente tentación de soberbia; una persona con la que uno está obligado a vivir y que, a pesar de la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de demoler nuestra presunción.
Pero la humildad no es sólo una virtud privada. Hay una humildad que tiene que resplandecer en la Iglesia como institución y pueblo de Dios. Si Dios es humildad, también la Iglesia tiene que ser humildad; si Cristo ha servido, también la Iglesia debe servir, y servir por amor. Durante demasiado tiempo la Iglesia, en su conjunto, ha representado ante el mundo la verdad de Cristo, pero quizás no demasiado la humildad de Cristo. Y sin embargo, es con ésta, mejor que con cualquier apologética, con la que se aplacan las hostilidades y los prejuicios en su contra y se allana la vía para la acogida del Evangelio.
Hay un episodio de Los novios de Manzoni que contiene una profunda verdad psicológica y evangélica. El capuchino Fray Cristóbal, terminado el noviciado, decide pedir perdón públicamente a los parientes del hombre que, antes de hacerse fraile, ha matado en un duelo. La familia se despliega en fila, formando una especie de horcas caudinas, de manera que el gesto resulte lo más humillante posible para el fraile y de mayor satisfacción para el orgullo de la familia. Pero cuando ven al joven fraile avanzar con la cabeza inclinada, arrodillarse ante el hermano del muerto y pedir perdón, cede la arrogancia, son ellos los que se sienten confundidos y los que piden perdón, hasta que al final todos se apiñan para besarle la mano y encomendarse a sus oraciones (xiv). Son los milagros de la humildad.
En el profeta Sofonías, dice Dios: “Y dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, que confiará en el nombre del Señor”. Esta palabra todavía es actual y quizás de ella dependa también el éxito de la evangelización en la que está involucrada la Iglesia.
Ahora soy yo el que, antes de terminar, me tengo que recordar a mi mismo una máxima querida por san Francisco. Él solía repetir: “El emperador Carlos, Rolando, Oliverio y todos los esforzados caballeros consiguieron una gloriosa y memorable victoria… En cambio, ahora hay muchos que pretenden honra y gloria con sólo contar las hazañas que ellos hicieron” (xv). Utilizaba este ejemplo para decir que los santos han practicado las virtudes y otros buscan la gloria con sólo contarlas (xvi).
Para no ser también uno de ellos, me esfuerzo por poner en práctica el consejo que daba un antiguo Padre del desierto, Isaac de Nínive, a aquel que se ve obligado por el deber a hablar de cosas espirituales que aún no ha alcanzado con su vida: “Habla de ellas, decía, como uno que pertenece a la clase de los discípulos y no con autoridad, tras haber humillado tu alma y haberte hecho más pequeño que cada uno de tus oyentes”. Con este espíritu, Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, he osado hablarles de humildad.

Raniero Cantalamessa, ofmcap.
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i S. Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cántico, XVI, 10 (PL 183,853)
ii Fioretti, cap. X.
iii S. Kierkegaard, La enfermedad mortal, II, cap.1.
iv Admoniciones, XIX ; cf. S. Buenaventura, Legenda mayor, VI,1 (FF 1103).
v Consideraciones sobre los estigmas, III).
vi S. Augustin, Soliloquios,I,1,3; II, 1, 1 (PL 32, 870.885).
vii S. Teresa de Avila, Castillo interior, VI dim., cap. 10.
viii El libro della B. Angela de Foligno, Quaracchi, 1985, p. 737
ix Apophtegmata Patrum, Antonio, 7 (PG 65, 77).
x Imitación de Cristo, II, cap. 10.
xi Amoniciones, I.
xii Carta a toda la Orden.
xiii B. Pascal, Pensamientos, n. 150 Br.
xiv A. Manzoni, Los Novios, cap.IV.
xv Amoniciones VI.
xvi Amoniciones VI.