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viernes, 28 de febrero de 2014

Segunda meditación de adviento de Cantalamessa

15 de diciembre de 2013.- (Radio Vaticano  / Camino Católico) Este pasado viernes, 13 de diciembre,  por la mañana, el Papa Francisco asistió, junto a la Curia Romana, a la segunda predicación de Adviento en la Capilla Redemptoris Mater del Vaticano. Como en otras ocasiones, el sermón fue pronunciado por el predicador de la Casa Pontificia, padre Raniero Cantalamessa. El fraile capuchino tituló su reflexión de adviento en preparación a la Navidad: “La humildad como verdad y como servicio en Francisco de Asís”. El texto completo de la meditación es el siguiente:
LA HUMILDAD COMO VERDAD Y COMO SERVICIO EN FRANCISCO DE ASÍS
1. Humildad objetiva y humildad subjetiva
Francisco de Asís, hemos visto la vez pasada, es la demostración viviente de que la reforma más útil de la Iglesia es la del camino de santidad, que consiste siempre en un valiente regreso al Evangelio y que debe comenzar por uno mismo.
En esta segunda meditación quisiera profundizar sobre un aspecto del regreso al Evangelio, una virtud de Francisco. Según Dante Alighieri, toda la gloria de Francisco depende de su “haberse hecho pequeño”, es decir de su humildad. ¿Pero en qué ha consistido la proverbial humildad de san Francisco?
En todas las lenguas, a través de las cuales ha pasado la Biblia para llegar hasta nosotros, es decir en hebreo, en griego, en latín y en castellano, la palabra "humildad" tiene dos significados fundamentales: uno objetivo que indica bajeza, pequeñez o miseria de hecho y uno subjetivo que indica el sentimiento y el reconocimiento que se tiene de la propia pequeñez. Este último es lo que entendemos por virtud de la humildad.
Cuando en el Magníficat María dice: “Ha mirado la humildad (tapeinosis) de su sierva”, entiende humildad en el sentido objetivo, ¡no subjetivo! Por esto muy oportunamente en distintas lenguas, por ejemplo en alemán, el término es traducido por “pequeñez” (Niedrigkeit). ¿Cómo se puede imaginar, además, que María exalta su humildad y atribuya a ésta la elección de Dios, sin, con eso mismo, destruir la humildad de María? Y también a veces se ha escrito incautamente que María no atribuye a si misma ninguna otra virtud si no la de la humildad, como sí, de tal modo, se hiciese un gran honor, y no un gran mal a tal virtud.
La virtud de la humildad tiene un estatuto especial: la tiene quien no cree tenerla, no la tiene quien cree tenerla. Solo Jesús puede declararse “humilde de corazón” y serlo verdaderamente; esta, veremos, es la única e irrepetible característica de la humildad del hombre-Dios. Por tanto, ¿María no tenía la virtud de la humildad? Claro que la tenía y en el grado más alto, pero esto lo sabía solo Dios, ella no. Precisamente esto es lo que constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que su perfume es percibido solo por Dios, no por quien lo emana. San Bernardo escribió: “El verdadero humilde quiere ser considerado vil, non proclamado humilde” (i). Las Florecillas refieren en relación con esto un episodio significativo, y en el fondo, ciertamente histórico.
Un día, al volver San Francisco del bosque, donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su humildad; le salió al encuentro y le dijo cuasi bromeando: “¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?” “¿Qué quieres decir con eso?”, repuso San Francisco. Y el hermano Maseo: "Me pregunto ¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?". Al oír esto, San Francisco sintió una grande alegría de espíritu, […], se dirigió al hermano Maseo y le dijo: ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo” (ii).
2. La humildad como verdad
La humildad de Francisco tiene dos fuentes de iluminación, una de naturaleza teológica y una de naturaleza cristológica. Reflexionamos sobre la primera. En la Biblia encontramos actos de humildad que no salen del hombre, de la consideración de la propia miseria o del propio pecado, sino que tienen como única razón Dios y su santidad. Tal es la exclamación de Isaías “Soy un hombre de labios impuros”, frente a la manifestación imprevista de la gloria y de la santidad de Dios en el templo (Is 6, 5 s); tal es también el grito de Pedro después de la pesca milagrosa: “¡Aléjate de mí que soy un pecador!” (Lc 5,8).
Estamos delante de la humildad esencial, la de la criatura que toma conciencia de sí delante de Dios. Hasta que la persona se mide con sí mismo, con los otros o con la sociedad, no tendrá nunca la idea exacta de lo que es; le falta la medida. “¡Qué acento infinito, ha escrito Kierkegaard, cae sobre el yo en el momento en el que obtiene como medida a Dios” (iii). Francisco poseía de forma eminente esta humildad. Una máxima que repetía a menudo era: “Lo que un hombre es delante de Dios, eso es, nada más” (iv).
Las Florecillas cuentan que una noche, el hermano León quería espiar de lejos lo que hacía Francisco durante su oración nocturna en el bosque de La Verna y de lejos le oía murmurar largo rato algunas palabras. El día siguiente el santo lo llamó, y después de reprenderlo amablemente por haber desobedecido su orden, le reveló el contenido de su oración:
“Sepas, fray Ovejuela de Dios, que cuando yo hablaba lo que oíste, me eran manifestadas dos luces: la del propio conocimiento y la del conocimiento del Creador. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», en la luz de la contemplación veía el abismo de la infinita bondad y sabiduría y potencia de Dios, y cuando decía: «¿Qué soy yo?», era en la luz de la contemplación con la cual veía el profundo valle lacrimoso de mi vileza y miseria” (v).
Era eso que pedía a Dios san Agustín y que consideraba la suma de toda la sabiduría: “Noverim me, noverim te. Que yo me conozca a mí y que yo te conozca a ti; que yo me conozca a mí por humillarme y que yo te conozca a ti por amarte” (vi).
El episodio del hermano León está ciertamente adornado, como siempre en las Florecillas, pero el contenido corresponde perfectamente a la idea que Francisco tenía de sí y de Dios. Es una prueba el inicio del cántico de las criaturas con la distancia infinita que pone entre Dios “altísimo, omnipotente, buen Señor, a quien se debe la alabanza, la gloria, el honor y la bendición” y el mísero moral que no es digno ni siquiera de "nombrar" a Dios, es decir, de pronunciar su nombre.
En esta luz, que he llamado teológica, la humildad nos aparece esencialmente como verdad. “Me preguntaba un día, escribió santa Teresa de Ávila, por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino en mente de improviso, sin ninguna reflexión mía, que debe ser porqué él es suma de Verdad y la humildad es verdad” (vii).
Es una luz que no humilla, sino al contrario, da alegría inmensa y exalta. Ser humilde de hecho no significa estar descontentos de sí y tampoco reconocer la propia miseria y la propia pequeñez. Es mirar a Dios antes que a sí mismo y medir el abismo que separa el finito del infinito. Más se da uno cuenta de esto, más se hace humilde. Por tanto, se comienza a regocijar de la nada, ya que es gracias a esto que se puede ofrecer a Dios un rostro cuya pequeñez y cuya miseria ha fascinado desde la eternidad el corazón de la Trinidad.
Una gran discípula del Pobrecillo, que Papa Francisco ha proclamado santa hace poco, Angela da Foligno, cercana a la muerte exclamó: “¡Oh nada desconocida, oh nada desconocida! El alma no puede tener una visión mejor en este mundo que contemplar la propia nada y vivir en ésta como en la celda de una cárcel” (viii). Hay un secreto en este consejo, una verdad que se aprende por experiencia. Se descubre entonces que existe de verdad esa celda y que se puede entrar realmente cada vez que se quiera. Ésta consiste en el sentimiento quieto y tranquilo de ser una nada delante de Dios, ¡pero una nada amada por él!
Cuando se está dentro de la celda de esta cárcel luminosa, no se ven más los defectos del prójimo, o se ven con otra luz. Se entiende que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y que parece, a primera vista, excesivo es decir “considerar a todos los otros superiores a sí” (cf Fil 2, 3), o al menos se entiende cómo esto puede haber sido posible para los santos.
Cerrarse en esta cárcel es diferente a cerrarse en sí mismo; es, sin embargo, abrirse a los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. El contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es la victoria sobre uno de los males que también la psicología moderna juzga fatal para la persona humana: el narcisismo. En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un momento, todos los lazos infinitos del enemigo en el suelo y dijo gimiendo: “¿Quién podrá evitar todos estos lazos? y escuchó una voz responderle: “¡Antonio, la humildad!” (ix). “Nada, escribió el autor de la Imitación de Cristo, conseguirá hacer exaltarse a aquel que está fijado firmemente en Dios” (x).
3. La humildad como servicio de amor
Hemos hablado de la humildad como verdad de la creatura delante de Dios. Paradojalmente lo que entretanto llena más de estupor el alma de Francisco no es la grandeza de Dios, pero su humildad. En las Laudi di Dio Altissimo que se conservan escritas por su puño en Asís, entre las perfecciones de Dios - “Tú eres santo. Tú eres fuerte. Tú eres trino y uno. Tú eres amor, caridad. Tú eres sabiduría...”, en un cierto momento Francisco añade una insólita: “Tú eres humildad”. No es un título puesto por equivocación. Francisco ha aferrado una verdad profundísima sobre Dios que debería de llenarnos también a nosotros de estupor.
Dios es humildad porque es amor. Delante de las creaturas humanas, Dios se encuentra desprovisto de cualquier posibilidad no solamente constrictiva, pero también defensiva. Si los seres humanos eligen, como han hecho, rechazar su amor, él no puede intervenir autoritariamente para imponerse a ellos. No puede hacer otra cosa que respetar el libre arbitrio de los hombres. Los hombres podrán rechazarlo, eliminarlo: él no se defenderá, dejará hacer. O mejor, su manera de defenderse y de defender a los hombres contra su mismo aniquilamiento será la de amar nuevamente y siempre, eternamente. El amor crea por su naturaleza dependencia y la dependencia la humildad. Así es también, misteriosamente, en Dios.
El amor nos da por lo tanto la llave para entender la humildad de Dios: se necesita poca potencia para ponerse en muestra, en cambio se necesita mucha para ponerse a un lado, para borrarse. Dios es esta ilimitada potencia de esconderse de sí y como tal se revela en la encarnación. La manifestación visible de la humildad de Dios es posible tenerla contemplando a Cristo que se pone de rodillas delante a sus discípulos para lavarle los pies -y podemos imaginarlos que esos pies estaban sucios- y aún más cuando reducido a la más radical impotencia en la cruz, sigue amando sin nunca condenar.
Francisco ha acogido este nexo estrecho entre la humildad de Dios y la encarnación. Veamos aquí algunas de sus palabras de fuego:
“Cada día él se humilla, como cuando de su sede real descendió en el vientre de la Virgen; cada día él mismo viene hacia nosotros en apariencia humilde; cada día desciende del seno del Padre en el altar, en las manos del sacerdote” (xi).
“Oh humildad sublime. Oh sublimidad humilde, que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, así se humille hasta esconderse por nuestra salvación, bajo la poca apariencia del pan. Miren hermanos, la humildad de Dios, y abran delante de él su corazón” (xii).
Hemos descubierto así el segundo motivo de la humildad de Francisco: el ejemplo de Cristo. Es el mismo motivo que Pablo indicaba a los Filipenses cuando les recomendaba de tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús que se “humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la cruz” (Fil 2, 5.8). Antes de Pablo había sido Jesús personalmente a invitar a los discípulos a imitar su humildad: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”” (Mt 11, 29).
¿En qué, nos podríamos interrogar, Jesús nos dice que imitemos su humildad? ¿En qué fue humilde Jesús? Leyendo los evangelios, no encontramos nunca ni siquiera la mínima admisión de culpa sobre la boca de Jesús, ni siquiera cuando conversa con el Padre. Esta es una de las pruebas más escondidas, mismo de las que más convencen, sobre la divinidad de Cristo y de la absoluta unicidad de su conciencia. En ningún santo, en ningún grande de la historia y en ningún fundador de religión, se encuentra una tal conciencia de inocencia”.
Todos reconocen, más o menos de haber cometido algún error y de tener alguna cosa de la cual hacerse perdonar, al menos de Dios. Gandhi, por ejemplo, tenía una conciencia muy aguda de haber, en algunas ocasiones, tomado posiciones equivocadas; tenía también sus remordimientos. Jesús nunca. Él puede decir dirigiéndose a sus adversarios: “¿Quién de ustedes me puede convencer del pecado?”. (Jn 8, 46). Jesús proclama de ser “Maestro y Señor” (cfr Jn 13, 13), de ser más que Abraham, que Moisés, que Jonás, que Salomón. Dónde está por lo tanto la humildad del Señor, para poder decir: “¿Aprenden de mí que soy humilde?
Aquí descubrimos una cosa importante. La humildad no consiste principalmente en ser pequeños, porque se puede ser pequeños sin ser humildes; no consiste principalmente en sentirse pequeños, porque uno pude sentirse pequeño y serlo realmente y esta sería objetividad, pero no aún humildad; sin tomar en cuenta que además el sentirse pequeño e insignificante puede nacer también por un complejo de inferioridad y llevar al replegarse sobre sí mismo y a la desesperación en vez que llevar a la humildad. Por lo tanto la humildad para sí, en el grado más perfecto no está en el ser pequeños, ni en el sentirse pequeños, ni en proclamarse pequeños. Está en el hacerse pequeño y no por cualquier necesidad o utilidad personal, sino por amor, para “elevar” a los demás.
Así fue la humildad de Jesús; él se hizo tan pequeño de “anularse” incluso por nosotros. La humildad de Jesús es la humildad que baja desde Dios y que tiene su modelo supremo en Dios, no en el hombre. En la posición en la cual se encuentra, Dios no puede “elevarse”; nada existe encima de él. Si Dios sale de sí mismo y hace algo fuera de la Trinidad, esto no podrá ser que un rebajarse y un hacerse pequeño; no podrá ser, en otras palabras, que humildad, o como decían algunos Padres griegos, synkatabasis, o sea condescendencia.
San Francisco hace de la “hermana agua” el símbolo de la humildad, definiéndola “útil, humilde, preciosa y casta”. El agua de hecho nunca se “levanta”, nunca “asciende”, pero “desciende” hasta que llega al punto más bajo. El vapor sube y por lo tanto es el símbolo tradicional del orgullo y de la vanidad: el agua desciende y por lo tanto es el símbolo de la humildad.
Ahora sabemos qué quiere decir la palabra de Jesús: “Aprendan de mí que soy humildad”. Es una invitación a hacernos pequeños por amor, a lavar como él los pies de los hermanos. En Jesús vemos además la seriedad de esta opción. No se trata de hecho de descender y hacerse pequeño cada tanto, como un rey que en su generosidad cata tanto se digna de descender entre el pueblo y quizás servirlo en alguna cosa. Jesús se hace “pequeño”, como “se hace carne”, o sea establemente, hasta el fondo. Eligió pertenecer a la categoría de los pequeños y de los humildes.
Este nuevo rostro de la humildad se resume en una palabra: servicio: Un día -se lee en el Evangelio- los discípulos habían discutido entre ellos quien era “el más grande”. Entonces Jesús “habiéndose sentado” -como para dar mayor solemnidad a la lección que estaba por impartir- llamó a sí a los doce y les dijo: “Si uno quiere ser el primero sea el último”. Pero después explica en seguida que entiende por 'último': que sea el 'siervo' de todos. La humildad proclamada por Jesús es por lo tanto servicio. En el Evangelio de Mateo, esta lección de Jesús es acompañada por un ejemplo: “Justamente, como el Hijo del hombre que no vino para ser servido sino para servir” (Mt 20, 28).
4. Una Iglesia humilde
Alguna consideración práctica sobre la virtud de la humildad, tomada en todas sus manifestaciones, tanto respecto a Dios como respecto a los hombres. No debemos ilusionarnos de haber alcanzado la humildad solamente porque la palabra de Dios nos ha conducido a descubrir nuestra nada y nos ha mostrado que tiene que traducirse en servicio fraterno. En qué punto nos encontramos en materia de humildad, se ve cuando la iniciativa pasa de nosotros a los otros, o sea cuando no somos más nosotros a reconocer nuestros defectos y equivocaciones, pero son los otros a hacerlo, cuando no somos solamente capaces de decirnos la verdad, pero también de dejar que nos la digan, de buen grado, los otros. Antes de reconocerse delante a fray Maseo como el más vil de los hombres, Francisco había aceptado en buena medida y por mucho tiempo, las mofas, considerado por amigos y parientes y por todo el pueblo de Asís como un ingrato, un exaltado, uno que no habría logrado hacer nada bueno durante su vida.
A qué punto estamos en la lucha contra el orgullo, se ve, en otras palabras, de acuerdo a como reaccionamos externamente o internamente cuando nos contradicen, corrigen, critican, o nos dejan aparte. Pretender asesinar el propio orgullo golpeándolo nosotros solos, sin que nadie intervenga desde el exterior, es como usar el propio brazo para castigarse uno mismo: nunca hará verdaderamente mal a sí mismo. Es como si un médico quisiera extirparse un tumor por sí mismo.
Cuando yo busco que un hombre me de gloria por algo que digo o hago, es casi seguro que aquel que tengo delante busca recibir gloria de mi parte, por como escucha y por como él responde. Y así sucede que cada uno busca la propia gloria y nadie la obtiene para sí, y si acaso la obtiene no es que 'vanagloria', o sea gloria vacía, destinada a disolverse en humo como la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Le decía a los fariseos: “¿Cómo pueden creer ustedes que pretenden la gloria uno de los otros y no buscan la gloria que viene solamente de Dios?”. (Jn 5, 44).
Cuando nos encontramos involucrados en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, lancemos en la pelea de tales pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo usó y que nos dejó a nosotros: “Yo no busco mi gloria” (Jn 8, 50). La de la humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de ella. El orgullo es capaz de nutrirse sea del mal que del bien; peor aún, al contrario de lo que sucede con los otros vicios, el bien, no el mal, es el terreno de cultivo preferido por este terrible “virus”.
Escribe con argucia el filósofo Pascal:
“La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de milicias, un cocinero, un cargador, se enorgullece y pretende tener sus admiradores, y los mismos filósofos los quieren. Y los que escriben contra la vanagloria aspiran a la vanagloria de haber escrito bien, y quienes leen a la vanagloria de haberlos leídos; y yo que escribo esto nutro quizás el mismo deseo; y quienes me leerán quizás también” (xiii).
Para que el hombre no se “suba en soberbia”, Dios lo fija al piso con una especie de ancla; le pone al lado como a san Pablo un “mensajero de satanás que lo abofetea”, “una espina en la carne” (2 Cor 12,7). No sabemos exactamente que era para el apóstol esta “espina en la carne”, ¡pero sabemos bien lo que es para nosotros! Cada uno que quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes de las cuales uno es llamado constantemente, a veces noche y día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas; una tentación persistente y humillante, quizás justamente tentación de soberbia; una persona con la que uno está obligado a vivir y que, a pesar de la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de demoler nuestra presunción.
Pero la humildad no es sólo una virtud privada. Hay una humildad que tiene que resplandecer en la Iglesia como institución y pueblo de Dios. Si Dios es humildad, también la Iglesia tiene que ser humildad; si Cristo ha servido, también la Iglesia debe servir, y servir por amor. Durante demasiado tiempo la Iglesia, en su conjunto, ha representado ante el mundo la verdad de Cristo, pero quizás no demasiado la humildad de Cristo. Y sin embargo, es con ésta, mejor que con cualquier apologética, con la que se aplacan las hostilidades y los prejuicios en su contra y se allana la vía para la acogida del Evangelio.
Hay un episodio de Los novios de Manzoni que contiene una profunda verdad psicológica y evangélica. El capuchino Fray Cristóbal, terminado el noviciado, decide pedir perdón públicamente a los parientes del hombre que, antes de hacerse fraile, ha matado en un duelo. La familia se despliega en fila, formando una especie de horcas caudinas, de manera que el gesto resulte lo más humillante posible para el fraile y de mayor satisfacción para el orgullo de la familia. Pero cuando ven al joven fraile avanzar con la cabeza inclinada, arrodillarse ante el hermano del muerto y pedir perdón, cede la arrogancia, son ellos los que se sienten confundidos y los que piden perdón, hasta que al final todos se apiñan para besarle la mano y encomendarse a sus oraciones (xiv). Son los milagros de la humildad.
En el profeta Sofonías, dice Dios: “Y dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, que confiará en el nombre del Señor”. Esta palabra todavía es actual y quizás de ella dependa también el éxito de la evangelización en la que está involucrada la Iglesia.
Ahora soy yo el que, antes de terminar, me tengo que recordar a mi mismo una máxima querida por san Francisco. Él solía repetir: “El emperador Carlos, Rolando, Oliverio y todos los esforzados caballeros consiguieron una gloriosa y memorable victoria… En cambio, ahora hay muchos que pretenden honra y gloria con sólo contar las hazañas que ellos hicieron” (xv). Utilizaba este ejemplo para decir que los santos han practicado las virtudes y otros buscan la gloria con sólo contarlas (xvi).
Para no ser también uno de ellos, me esfuerzo por poner en práctica el consejo que daba un antiguo Padre del desierto, Isaac de Nínive, a aquel que se ve obligado por el deber a hablar de cosas espirituales que aún no ha alcanzado con su vida: “Habla de ellas, decía, como uno que pertenece a la clase de los discípulos y no con autoridad, tras haber humillado tu alma y haberte hecho más pequeño que cada uno de tus oyentes”. Con este espíritu, Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, he osado hablarles de humildad.

Raniero Cantalamessa, ofmcap.
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i S. Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cántico, XVI, 10 (PL 183,853)
ii Fioretti, cap. X.
iii S. Kierkegaard, La enfermedad mortal, II, cap.1.
iv Admoniciones, XIX ; cf. S. Buenaventura, Legenda mayor, VI,1 (FF 1103).
v Consideraciones sobre los estigmas, III).
vi S. Augustin, Soliloquios,I,1,3; II, 1, 1 (PL 32, 870.885).
vii S. Teresa de Avila, Castillo interior, VI dim., cap. 10.
viii El libro della B. Angela de Foligno, Quaracchi, 1985, p. 737
ix Apophtegmata Patrum, Antonio, 7 (PG 65, 77).
x Imitación de Cristo, II, cap. 10.
xi Amoniciones, I.
xii Carta a toda la Orden.
xiii B. Pascal, Pensamientos, n. 150 Br.
xiv A. Manzoni, Los Novios, cap.IV.
xv Amoniciones VI.
xvi Amoniciones VI.

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