Jesús, al pronunciar estas palabras, ya sabía cuál era el precio de nuestra Redención. Pues aún más, no sólo quiso pagar nuestro rescate, además nos salvó. Quiso que participáramos de su naturaleza divina, que heredáramos el cielo y resucitemos con Él.
¡Qué bueno es Dios! ¡Hasta dónde alcanza su Amor por nosotros! Y tú y yo... ¿Vamos a dejar que Satanás nos esclavice con las lisonjas del pecado?, ¿vamos a permitir que Cristo haya muerto en vano? ¡De ninguna manera!
Dios mío, no apartes nunca tu mirada de mí, que siempre pueda verte para que la serpiente no me haga daño. Que tu mirada sobre mí purifique a cada instante lo que mi debilidad y mis maldades envenenen en mi vida. Que tu amor por mí es más fuerte que mi pecado.
Dios mío, cada vez nos haces más conscientes de tu amor y de tu ternura. Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero. Ojalá supiera amar como te mereces, pero eres Tú el único que me puede dar fuerzas para amar por encima de mis posibilidades. ¡Qué maravilla! Qué suerte que me hayas encontrado.
¡Qué poco es una vida para reparar!
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