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miércoles, 14 de noviembre de 2012

Catequesis de los domingos: La justicia




La virtud de la justicia:


Después de estudiar la prudencia y la fortaleza, la tercera virtud que nos ocupa es la justicia. Dicen los juristas que la justicia es dar a cada lo suyo. Esto no significa dar a todos lo mismo, como postulan los comunistas, sino dar a cada uno lo que le corresponde.

Imaginaos que decidimos ir a la JMJ y para conseguir costearlo nos ponemos de acuerdo en vender jabones. Al cabo de unos meses, uno ha vendido 2000 jabones porque ha llamado a todos los padres de la catequesis, se los ha vendido a sus familiares y amigos y al final ha ido casa por casa vendiendo. Mientras tanto, otro del grupo ha vendido 5 jabones, uno para cada miembro de su familia directa (padres y hermanos). ¿Sería justo repartir el producto de las ventas a partes iguales? De ninguna manera.

Imaginaos un segundo caso. Uno de nosotros tiene un padre que es directivo de la empresa y decide su padre regalar a cada cliente un jabón y nos compra 5000 jabones. Mientras que otro sólo ha conseguido vender 200, pero luchando contra viento y marea y participando en todas las mesas que hemos puesto en la parroquia para venderlos. En este caso, sí sería justo repartirlo a partes iguales, ¿no os parece?

En otro orden de cosas, nadie es igual que los demás, cada uno necesitamos cosas y atenciones diferentes. Una madre, aunque quiera a sus hijos por igual, no puede dedicar el mismo tiempo y energías a todos por igual. Siempre hay algún hijo que necesita más que los demás.

Si os dais cuenta, para vivir la virtud de la justicia necesitamos antes de la virtud de la prudencia para saber discernir cuáles son las necesidades reales de cada persona. Y también necesitamos la virtud de la fortaleza para poder enfrentarnos a todas las situaciones de injusticia que nos van a tentar.

Vamos a dar un paso más. La sociedad hoy anhela la justicia, pero se queda allí. Los cristianos damos un paso más. Nuestra pretensión, lo que Dios quiere de nosotros no es que seamos justos, sino que vivamos la caridad. ¿Qué supone o qué añade este paso más? Una vez que hemos conquistado la justicia, Dios nos pide un punto más. No se trata sólo de dar a cada uno lo suyo, sino que una vez que yo ya tengo lo que en justicia me corresponde, el Señor me lo pide todo. ¿Hasta dónde estoy dispuesto a sufrir por amor? ¿Cuánto de lo mío estoy dispuesto a dar a los demás? Ya sé que no les corresponde, me corresponde sólo a mí, pero por amor estoy dispuesto a compartir de lo mío.

Pensad en que hay persona que se han enriquecido a costa de la injusticia social. Cuando dan limosnas, ¿eso es caridad? ¿Puede haber una caridad injusta? ¿No sería mejor que dejaran de robar a sus empleados o de timar a sus clientes, en vez de hacer “caridades” con un dinero que no es suyo?

Si estudiamos con detenimiento estas cuestiones nos daremos cuenta de que no se puede vivir la caridad desde la injusticia. Primero es ser justos y luego viviremos la caridad. De otro modo podemos decirlo: cuando das limosnas de lo que te sobra eso es hacer justicia, no caridad. Decía San Juan Crisóstomo que lo que nos sobra les corresponde a los pobres. No somos caritativos por dárselo, sino que estamos devolviendo un bien que no nos pertenece. Dicho de otro modo, dar limosna de lo que te sobra no es mérito para tu salvación. Si no das lo que te sobra, directamente te condenas. Una vez que ya tienes lo necesario para vivir, entonces puedes plantearte la posibilidad de dar más por amor.

Algunos objetarán diciendo que es el fruto de mi trabajo. Que tengo derecho a beneficiarme de trabajar más que otros. Pues bien, muchas veces, un exceso de trabajo es también una injusticia porque el tiempo que empleas en trabajar más de lo necesario se lo estás robando a la familia. El tiempo es oro. La justicia no se puede valorar sólo en bienes materiales. Los hijos tienen derecho a la atención de sus padres y los padres tienen derecho a pasar tiempo juntos y con sus hijos.

Si la catequesis es para chavales planteadles la posibilidad de estar pecando contra la justicia cuando todo el tiempo libre del que disponen lo emplean en sí mismos. Sus hermanos y sus padres tienen derecho a verles y estar tiempo con ellos.

Hay veces que estamos de mal humor sin saber muy bien por qué, pero desde luego los padres y los hermanos no tienen la culpa de nuestros estados ciclotímicos (hoy arriba, soy el rey del mambo; mañana abajo soy el ser más deprimido que existe). Sería una profunda injusticia hacérselo pagar a ellos.

Otras veces,  exigimos a los demás más de lo que son capaces de dar. Nos enfada estar rodeados de seres imperfectos y de que el mundo sea imperfecto y si no son capaces de ser “como nosotros” super-estupendos se lo hacemos pagar con el látigo de nuestra indiferencia.

Hay otro punto sobre la justicia que es necesario recordar. Una de las mayores injusticias es no desarrollar todas las capacidades que uno tiene. Uno de los temas más importantes de la justicia es el bien común. Desde que vivimos en sociedad no podemos atender únicamente a nuestras necesidades, sino que los demás dependen de nosotros. Si yo puedo llegar a desarrollar mis capacidades hasta el punto de poder servir a los demás, no sería justo que me conformara con ser una buena persona. Los demás tienen derecho a que yo llegue a ser mi mejor versión. Esto adquiere una importancia mayor cuando alguien ha invertido algo en otra persona. Imaginaos que alguien se fía de mí y me da 1.000.000 de euros para que lo invierta. Si soy negligente y no hago lo que se me pide, sería un tío la mar de injusto. Pues pensad que vuestras familias y España entera con los impuestos ha invertido en vosotros muchos miles de euros para vuestra formación. De modo que si no estudiáis no sólo pecáis de pereza, sino de injusticia porque estáis tirando mucho dinero a la basura. Dinero que podrían haber invertido en formar mejor a los que sí estudian.

Otra dimensión de la justicia es respecto a Dios. Dar a Dios lo que le corresponde es la llamada virtud de la religión. Si Dios es Dios y yo soy una criatura, toda mi vida y existencia se la debo a Él. Podría ser su esclavo y sin embargo ni siquiera ha querido que sea su amigo. Él me ha constituido en su heredero. ¡Soy Hijo de Dios! TODO LO QUE SOY, TODO LO QUE TENGO, SE LO DEBO A DIOS.

Preguntas:
-          ¿Das lo que te sobra a quienes lo necesitan?
-          ¿Dedicas tiempo a la familia, al menos en proporción con el que dedicas a los amigos o a ti mismo?
-          ¿Tienes más cosas de las que necesitas?
-          ¿Buscas satisfacer tus caprichos?
-          ¿Dedicas tiempo a ayudar a alguien a visitar ancianos o enfermos que tienen derecho a tu tiempo?
-          ¿Te dejas llevar por tus estados de ánimo y cuando estás enfadado se lo demuestras a todo el mundo sin que tengan la culpa de que seas insoportable?
-          ¿Eres justo con tus padres, con tus hermanos…?
-          ¿Estudias, rindes con diligencia las capacidades naturales que Dios te ha dado y lo que tu familia y tu patria han invertido en ti o dilapidas todo con tu pereza y pusilanimildad?
-          ¿Eres justo con Dios, le dedicas el tiempo necesario: Misa, confesión, oración, formación?
-          ¿Das gracias a Dios y te das cuenta de que dependes de Él?

Cuento del príncipe Lapio:

Había una vez un príncipe que era muy injusto. Aunque parecía un perfecto príncipe, guapo, valiente e inteligente, daba la impresión de que al príncipe Lapio nunca le hubieran explicado en qué consistía la justicia. Si dos personas llegaban discutiendo por algo para que él lo solucionara, le daba la razón a quien le pareciera más simpático, o a quien fuera más guapo, o a quien tuviera una espada más chula. Cansado de todo aquello, su padre el rey decidió llamar a un sabio para que le enseñara a ser justo.
- Llévatelo, mi sabio amigo -dijo el rey- y que no vuelva hasta que esté preparado para ser un rey justo.
El sabio entonces partió con el príncipe en barco, pero sufrieron un naufragio y acabaron los dos solos en una isla desierta, sin agua ni comida. Los primeros días, el príncipe Lapio, gran cazador, consiguió pescar algunos peces. Cuando el anciano sabio le pidió compartirlos, el joven se negó. Pero algunos días después, la pesca del príncipe empezó a escasear, mientras que el sabio conseguía cazar aves casi todos los días. Y al igual que había hecho el príncipe, no los compartió, e incluso empezó a acumularlos, mientras Lapio estaba cada vez más y más delgado, hasta que finalmente, suplicó y lloró al sabio para que compartiera con él la comida y le salvara de morir de hambre.
- Sólo los compartiré contigo-dijo el sabio- si me muestras qué lección has aprendido
Y el príncipe Lapio, que había aprendido lo que el sabio le quería enseñar, dijo:
- La justicia consiste en compartir lo que tenemos entre todos por igual.
Entonces el sabio le felicitó y compartió su comida, y esa misma tarde, un barco les recogió de la isla. En su viaje de vuelta, pararon junto a una montaña, donde un hombre le reconoció como un príncipe, y le dijo.
- Soy Maxi, jefe de los maxiatos. Por favor, ayudadnos, pues tenemos un problema con nuestro pueblo vecino, los miniatos . Ambos compartimos la carne y las verduras, y siempre discutimos cómo repartirlas.
- Muy fácil,- respondió el príncipe Lapio- Contad cuantos sois en total y repartid la comida en porciones iguales. - dijo, haciendo uso de lo aprendido junto al sabio.
Cuando el príncipe dijo aquello se oyeron miles de gritos de júbilo procedentes de la montaña, al tiempo que apareció un grupo de hombres enfadadísimos, que liderados por el que había hecho la pregunta, se abalanzaron sobre el príncipe y le hicieron prisionero. El príncipe Lapio no entendía nada, hasta que le encerraron en una celda y le dijeron:
- Habéis intentado matar a nuestro pueblo. Si no resolvéis el problema mañana al amanecer, quedaréis encerrado para siempre.
Y es que resultaba que los Miniatos eran diminutos y numerosísimos, mientras que los Maxiatos eran enormes, pero muy pocos. Así que la solución que había propuesto el príncipe mataría de hambre a los Maxiatos, a quienes tocarían porciones diminutas.
El príncipe comprendió la situación, y pasó toda la noche pensando. A la mañana siguiente, cuando le preguntaron, dijo:
- No hagáis partes iguales; repartid la comida en función de lo que coma cada uno. Que todos den el mismo número de bocados, así comerán en función de su tamaño.
Tanto los maxiatos como los miniatos quedaron encantados con aquella solución, y tras hacer una gran fiesta y llenarles de oro y regalos, dejaron marchar al príncipe Lapio y al sabio. Mientras andaban, el príncipe comentó:
- He aprendido algo nuevo: no es justo dar lo mismo a todos; lo justo es repartir, pero teniendo en cuenta las diferentes necesidades de cada uno. .
Y el sabio sonrió satisfecho. Cerca ya de llegar a palacio, pararon en una pequeña aldea. Un hombre de aspecto muy pobre les recibió y se encargó de atenderles en todo, mientras otro de aspecto igualmente pobre, llamaba la atención tirándose por el suelo para pedir limosna, y un tercero, con apariencia de ser muy rico, enviaba a dos de sus sirvientes para que les atendieran en lo que necesitaran. Tan a gusto estuvo el príncipe allí, que al marchar decidió regalarles todo el oro que le habían entregado los agradecidos maxiatos. Al oirlo, corrieron junto al príncipe el hombre pobre, el mendigo alborotador y el rico, cada uno reclamando su parte.
- ¿cómo las repartirás? - preguntó el sabio - los tres son diferentes, y parece que de ellos quien más oro gasta es el hombre rico...
El príncipe dudó. Era claro lo que decía el sabio: el hombre rico tenía que mantener a sus sirvientes, era quien más oro gastaba, y quien mejor les había atendido. Pero el príncipe empezaba a desarrollar el sentido de la justicia, y había algo que le decía que su anterior conclusión sobre lo que era justo no era completa.
Finalmente, el príncipe tomó las monedas e hizo tres montones: uno muy grande, otro mediano, y el último más pequeño, y se los entregó por ese orden al hombre pobre, al rico, y al mendigo. Y despidiéndose, marchó con el sabio camino de palacio. Caminaron en silencio, y al acabar el viaje, junto a la puerta principal, el sabio preguntó:
- Dime, joven príncipe ¿qué es entonces para ti la justicia?
- Para mí, ser justo es repartir las cosas, teniendo en cuenta las necesidades, pero también los méritos de cada uno.
- ¿por eso le diste el montón más pequeño al mendigo alborotador?- preguntó el sabio satisfecho.
- Por eso fue. El montón grande se lo dí al pobre hombre que tan bien nos sirvió: en él se daban a un mismo tiempo la necesidad y el mérito, pues siendo pobre se esforzó en tratarnos bien. El mediano fue para el hombre rico, puesto que aunque nos atendió de maravilla, realmente no tenía gran necesidad. Y el pequeño fue para el mendigo alborotador porque no hizo nada digno de ser recompensado, pero por su gran necesidad, también era justo que tuviera algo para poder vivir.- terminó de explicar el príncipe.
- Creo que llegarás a ser un gran rey, príncipe Lapio concluyó el anciano sabio, dándole un abrazo.
Y no se equivocó. Desde aquel momento el príncipe se hizo famoso en todo el reino por su justicia y sabiduría, y todos celebraron su subida al trono algunos años después. Y así fue como el rey Lapio llegó a ser recordado como el mejor gobernante que nunca tuvo aquel reino.

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