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Un fuerte abrazo

lunes, 2 de mayo de 2011

Un jesuita excepcional: Todo un "gracioso" al servicio de la gracia...

BEATO MIGUEL AGUSTÍN PRO (1891-1927) MÁRTIR DE CRISTO REY

El jesuita payaso

Fue todo un actor, pero más que todo porque amó tanto la vida y la vivió tan sabrosamente, que su brevedad hasta resulta injusta y cruel.

Desde la infancia fue un actor, un payaso, un mimo. Tocaba la guitarra y metia bulla entre la gente con divertidas canciones. Abandonó la escuela antes de terminar los estudios. Iba diariamente a Misa, pues la familia lo hacia. Cuando sus dos hermanas decidieron meterse al convento, él se fue de su casa casi una semana. Pero, entonces las cosas cambiaron. Un dictador ateo llegó a presidente de México; fusiló 160 sacerdotes y laicos por cientos en unos cuantos meses, cerrado a los templos, prohibió a todos los mexicanos asistir a Misa, en algunos casos  bajo pena de muerte.

De modo que Miguel Agustín optó por ser jesuita.

A causa de la Revolución y de la Guerra Cristera, Pro tuvo que estudiar en seminarios de Estados Unidos (en California), Nicaragua y España, y finalmente fue ordenado en Bélgica el año de 1925. Durante toda su formación fue tan travieso y tan chistoso, que muchos de sus compañeros del mismo curso jamás sospecharon que sufriera constantes insomnios y terribles dolores de estómago, casi incurables. Como los dolores no desaparecían, no ignoraba que aunque él reposara y alternara un trabajo no tan exigente con casa vez más largas estancias en el hospital, quizás le quedara muy poco tiempo de vida.

De modo que el P. Pro optó por vivir los pocos años que le quedaran de vida en su patria, México, aunque tuviera un gobierno ateo.

El progreso de los jesuitas
Al principio, por haber estado tanto tiempo ausente del país, no era conocido por los 10 mil policías secretos y podía trabajar sin problemas. Descaradamente recorría las calles, de una Misa clandestina a otra; repartía unas 300 comuniones al día y hasta 1200 en días festivos. Formó un grupo de 150 jóvenes católicos, regimientos de catequistas en sustitución de las escuelas católicas clausuradas por el gobierno. Daba retiros espirituales, ahora a 50 taxistas, ahora a 80 muchachas de servicio. Durante dos años tuvo interminables bautismos, confesiones, matrimonios. Mendigaba despensas para familias cuyos padres o hijos habían sido ejecutados o encarcelados, y a menos de un año, ya tenía unas cien familias que dependían de él de todo a todo.

Cuando la policía descubrió quién era, le costó mucho trabajo dar con él. Entonces decidió proporcionarles la cacería de su vida. Poseía un cajón lleno de disfraces, bigotes postizos, antiparras con narizotas y gafas de todos estilos; vestidos desde pantalones de pechera que usaban los albañiles, hasta chaquetas domingueras, y una casa de hule que lo podía hacer cambiar de peón callejero a patrón en un santiamén, sin importar los demás atuendos.

No tenía límite su descaro. Recorría solemnemente las calles con un enorme perro policía, y los mismos gendarmes, como eran tantos, no podían afirmar si él era uno de ellos. En varias ocasiones en las que fue encarcelado, se sentaba, babeaba y se burlaba de todos en la celda, hasta que lo libertaban por ser un inocuo tonto. Otra vez convenció al carcelero de que lo dejara escapar solo para regresar al día siguiente cargado de sábanas, comida y cigarrillos para los demás presos, cuyas confesiones -de más de la mitad de ellos-, había escuchado la tarde anterior. De hecho, se paseaba descaradamente dentro y fuera de la prisión, tan tranquilo, que la mayoría de los carceleros suponían que era un policía secreto o algún oficial investigador.

Cierto día se aproximó a un domicilio para celebrar la Eucaristía, y advirtió que detectives vestidos de paisanos custodiaban la entrada. Se detuvo un momento, sacó su libreta, anotó el domicilio, y contoneándose frente a la puerta, murmuró: "¡Aquí hay gato encerrado!".

Se llevó la mano a la solapa, pero la volteó tan rápidamente que no pudieron ver si traía placa de policía o no, y entró en la casa. Los detectives lo saludaron y le abrieron paso. Una vez que hubo avisado a los suyos, se recargó en la puerta y cual matador que ignora al toro, bajó a la calle muy ufano.

En otra ocasión salió de la casa después de haber celebrado la Misa y se topó en la puerta con un detective. "Hay algún cura en esta casa", musitó el oficial. Miguel miró lleno de asombro: "No lo creo", y siguió detrás del detective como cualquier vecino, para ayudarle a buscar en el apartamento abriendo alacenas, fisgoneando bajo las camas, haciendo útiles sugerencias, y eventualmente levantando el altar portátil que él mismo había dejado detrás de si. Pocos instantes después, echó un minucioso vistazo al reloj, se disculpó de no poder quedarse más tiempo para seguir ayudando, se salió con el altar portátil en las manos prometiendo que volvería luego para ver si habían encontrado al sacerdote.

Otro día en que dos policías llegaban a la casa del padre para arrestarlo, él les rogó se esperaran para tomarse su ultimo café. Mientras se lo tomaban los persuadió de que tenían una falsa pista. Cuando la policía lo perseguía por la calle, él velozmente doblaba la esquina, se quitaba el saco, encendía un pitillo, se despeinaba, y cuando los gendarmes llegaban a la esquina, les indicaba la dirección que había tornado el sacerdote. O, si se encontraba con alguna jovencita, adelantando disculpas, la tomaba del brazo y le hacía plática, hasta que los policías habían desaparecido. Otra vez, abiertamente rehusóir a la cárcel, porque si se dejaba aprisionar, no podría ir a confesar a la mamá agonizante de unos de sus esbirros. Y con él mandó recado de que le llevaría la sagrada Comunión al día siguiente por la mañana.

La prensa clandestina había editado millares de engomados con lemas y propaganda católica que fijaba por toda la ciudad. Mientras Pro llevaba consigo estos engomados, escondía algunos de ellos bajo la pechera, para pegarlos por allí cuando recorría las calles o tomaba el tranvía. Riendo como niño retrasado mental podía hacer chistes; desfilaba por las calles, paseado como si nada.

Apenas se puede creer que así estuviera durante un año. Sin embargo, pronto llegó el fin. Una tarde, el general Álvaro Obregón, candidato a la presidencia de la República cayó en una celada, y aunque salvó la vida, la policía secreta se valió de la acometida como pretexto para sembrar el terror. A medianoche un pequeño grupo de policías rodeó la casa del padre Pro. Lo apresaron y lo mantuvieron en constante vigilancia, tratando de forzarlo a confesar el atentado criminal contra Obregón. Cada vez que lo regresaban a su celda, tranquilamente continuaba las confesiones donde se había quedado con los compañeros de prisión.

Al tercer día un oficial abrió la puerta de la celda y lo llamó. Creyendo que se le llamaba para alguna prueba, se levantó y lo siguió. Mas, lejos de llevarlo al salón de la corte, los oficiales marcharon hacia el patio de la cárcel. Apenado el oficial le pidió perdón. Pensando que ya había sido más que probado, Miguel Agustín le dijo: "No solamente lo perdono. Más bien le agradezco".

Al preguntársele su última voluntad, contestó que le concedieran unos minutos para orar de rodillas. Luego se puso de pie frente al pelotón de fuego. Y en voz alta, dijo: "Dios tenga misericordia de ustedes y los bendiga. Saben muy bien que soy inocente. Perdono de todo corazón a mis enemigos".

Con apariencia insignificante y como si no fuera nadie, este insidioso jesuita levantó su crucifijo en una mano y en la otra el Rosario. Cuando los cinco fusiles hicieron fuego, dispararon contra una voz muy firme: "¡Viva Cristo Rey!".

Miguel Agustín Pro Juárez se desplomó con los brazos en cruz. Luego llegó un oficial y le dio el tiro de gracia en la cabeza.

Tomada del libro “La Quinta Semana” de William J. O’Malley, S. J. Editado por Obra Nacional de la Buena Prensa ,A. C.  México 2001.

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